jueves, 30 de julio de 2015

ALGO QUE PASA

No sé qué pasa. Pero algo pasa. Y tengo miedo. Un presentimiento que no
me suelta. Que se mete en cada cosa que hago. Cuando voy con las
gallinas, cuando corro sola por el campo, cuando me escapo de la vieja, si
me quiere dar.
Como una lombriz que me cosquillea por dentro. Eso es. Una
intranquilidad.
Sé que algo pasa.
La veo a la mami conversar con papi y quedarse callados cuando ven que
llego.
Andate a jugar afuera nena, me dice ella. Y aunque me hago un poco la
sorda, al final, me tengo que ir.
El abuelo debe saber. Pero no me dice nada. Esquivo anda el viejo. Más
mudo que de costumbre. Como si le pesara la espalda. Me esconde los
ojos cuando lo miro.
No es así mi abuelo. Como puede, siempre me explica cada cosa.
Hasta cuando vi al gallo encima de las gallinas y lo empecé a espantar,
qué sonsa, hace mucho ya de eso.

Creí que iba a matarlas a todas, aplastadas. Como loco estaba el gallo.
Después lo mismo los caballos, el toro con la vaca, qué susto, y los
perros, uno para un lado y otro para el otro.
Así es la naturaleza mijita, me dijo el abuelo, tienen que hacerlo para que
la cosa siga ¿entendés? Para que haya huevos, y terneros, y potrillos,
chanchitos y hasta esos cachorros que tanto te gustan.
No se están haciendo mal, ni está mal lo que hacen, es la naturaleza.
Dejemos que hagan tranquilos. No los molestes. No los mires. Dejalos en
paz. En poco tiempo habrá novedades.
Mucho no entendí, al principio, después sí. Teníamos para vender, para
comer, el año había sido provechoso dijo el abuelo. Y yo al final entendí.
Pero esto no lo entiendo.
Y tengo este cosquilleo de tripas que no me deja ni comer.
Le pregunté derecho, ayer, al abuelo.
¿Usted tampoco me va a decir qué es lo que pasa?
Y mi abuelo como con vergüenza.
No mijita, esta vez no, esta vez no puedo, sus papis ya le dirán.
Usted sepa que yo la quiero.
Hasta que dijo eso estaba mirando para abajo mi abuelo, haciendo
dibujitos en la tierra con un cuchillo.
Mucho, agregó.
Que me quería mucho.
Y después del mucho, levantó los ojos, que los tenía todos mojados.
Fue la primera vez que me lo dijo. La primera y la última.
Por eso desde ayer tengo más miedo.
Una sola vez lo vi así al abuelo.
Cuando lo de la abuela. La mujer de él, que no era mi abuela, pero lo
mismo, yo le decía así.
De un día para otro, se puso mala, amarilla, después gris, y se apagó
como un fueguito enfermo. Y se murió.
Era más joven que él, bastante más joven. Y sin embargo, torcido y todo,
él sigue en pie, y ella, en el cementerio.
Los domingos lo acompaño a llevarle flores.
El abuelo se abrocha el botón de la camisa, y se calza el sombrero.
Se afeita. Se pone una colonia que saca de un frasco grande que guarda
en el ropero. Y nos vamos.
Yo no digo nada.
Me tengo que quedar callada y unos pasos más lejos, para que él haga lo
suyo. Que es saludarla, contarle cosas me supongo, porque mueve la boca
y se despide con un beso que tira al aire, apuntando para abajo, a la
tumba de ella, Isabel.
Entonces sé que no es pavada lo que pasa.
Porque el viejo, mi abuelo, solo llora si la cosa es muy grave.
Ni con el incendio lloró, cuando se nos quemó todo.
Cuando perdimos toda la cosecha y ese año solo comimos batatas que fue
lo que habíamos juntado el día anterior.
Hay movimiento en la casa. El papi va y viene cargando y descargando
cosas, todas tapadas, para que no nos enteremos.
Manuel también ha de saber.
Pero no me dice. Desgraciado. Se cree que soy una cría todavía.
Y no. Que ya puedo darme cuenta cuando algo pasa.
Hasta ahora los sábados siempre me parecían los mejores días.
La ida al pueblo. Las compras con papi. Manejar el sulki yo sola.
Con mi papi al lado. Callado para no asustarme, dejándome que gane confianza. No como la mami que me pone tan nerviosa.
Pero ya los sábados no van a ser más como antes.
Nos vamos.
Nos vamos a Buenos Aires.
Viene dura la mano, dijo papi.
Ya no tenemos más que hacer acá.
Hay que irse antes de que perdamos todo.
Y siguió hablando pero no escuché más.
Algo del lugar adonde vamos.
Que hay escuela más cerca, que podemos comprar el terreno y hacer la
casa, que le prometieron un trabajo. Algo así. Con muchos detalles, no me
quise enterar.
Estaba esperando que se callara de una vez para preguntarle.
¿Y el abuelo?
Y por el silencio que hizo papi antes de seguir hablando, y por cómo
mamá se retorcía el delantal, supe que no venía con nosotros.
Él se queda. No puede irse de acá. Con lo del campito se arregla el viejo,
es más terco que una mula.
Y al papi también se le mojaron los ojos.
No me lo olvido más.
Es lo que me queda de él.
La chancha me la llevé.
Y vivió mucho tiempo con nosotros, en el pedazo de terreno que nos
quedaba libre, al lado del gallinero y la quintita.
Tuvo sus propios chanchitos y se hizo vieja meta tener cría.
Me la había regalado el abuelo.
A él no lo vi más.
Murió años después, pero antes de eso nunca podíamos juntar para
volver, no alcanzaba.
Y no iba a volver para verlo en un cajón, vestido de blanco y quién sabe
con qué cara.
Preferí acordármelo como tantas veces, en el gallinero, con la lata del
maíz en la mano. O con el cuchillo, para carnear un chancho, tomando
mate bajo la parra, serio pero riéndose con los ojos de alguna cosa que le
decía.
Ay chinita, mirá que sos brava.
O como la última vez que lo vi.
Paradito en la estación, con el Lobo al lado, moviendo la mano y sin
preocuparse por las lágrimas que le cruzaban la cara.

Patricia Saccomano

2 comentarios :

  1. Cómo me gusta y me sigue gustando tu escritura, Patricia. Un abrazo que viene de antes y sigue después.

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  2. Iris muchas gracias!
    lo que a mí más me gusta es reencontrarme con vos

    un abrazo que sigue con el tuyo

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