viernes, 17 de julio de 2015

Vuelo nocturno

Anoche mi cama, salió volando por la ventana.
Sólo atiné a taparme bien con la frazada porque hacía frío, y me acomodé, con esa felicidad acurrucada, de costado, con las piernas un poco flexionadas, calentita y sin que me importe nada, nada de nada.
La cama flotaba por el aire.
Era sábado y mi hija mayor dormía conmigo, su hermana se había ido a lo de una amiga y quedamos solas en la casa. No alcanzaban las estufas, las frazadas, los escarpines de lana y teníamos un pretexto para dormir juntas, como cuando ella era chiquita, como cuando está enferma, como cada vez que encontramos un buen pretexto para meternos juntitas en la cama grande. La cama de mamá, con olor a mamá, como dicen ellas. No sé a qué olor se refieren, pero las dos coinciden cuando acercan a sus narices chalinas, pañuelos y cualquier ropa mía. Aspiran con fruición, suspiran, sonríen, se miran y concluyen: olor a mamá.

Quieto

Cuando pasé la primera vez no lo vi. Estaba apurada, en cinco minutos tenía que estar en el consultorio y me quedaban más de cuatro cuadras. Pero a la vuelta, aunque también estaba apurada, mi cabeza giró para donde estaba, impulsada por una sensación vaga que ni siquiera llegó a ser presentimiento. Uno de esos mecanismos mentales que descubro después, después de que giré la cabeza y lo vi.
Lo primero que me llamó la atención no fue que estuviera muerto, de hecho lo estaba, sino lo hermoso que era. Una belleza majestuosa y digna, que la muerte no había podido robarle.
Subí la escalerita irregular y sinuosa para cruzar la vía y me quedé unos momentos ahí parada. Mirándolo. Tumbado, lánguido, muerto para siempre en medio de la vía. No venía ningún tren, pero no me acerqué. No tuve el valor. No había mal olor, de lo cual deduje que no llevaba mucho tiempo muerto. Tampoco tenía heridas, aunque no podía verle bien la cabeza, pero en las partes del cuerpo visibles para mí, estaba intacto. Casi como si se hubiera cansado de caminar y se hubiera echado a hacer una siesta allí. Inocente, como los niños cuando se quedan dormidos en la alfombra o el sillón del living.

Los pájaros no se cayeron

Hace un frío que se caen los pájaros.
Eso lo escuché una vez y me pareció tan exacto, que ahora lo digo cada vez que no encuentro otra manera de describir este frío atroz que se me cuela en los huesos.
Estoy sola en mi casa y aunque tengo muchas cosas que hacer, no atino a hacer nada. Tomo mate, té, café, sopa, cualquier cosa que esté humeante y que me devuelva un poco de calor.
El frío es tema de noticiero, de vecinos, de familiares, hemos sacado gorros, guantes, echarpes, bufandas, sobretodos.
Tengo que ir a devolver una película y a comprar algo que comer. Así que me emponcho bien, y salgo. Del cielo cae agua, pero no está lloviendo. Las gotas tienen consistencia y se quedan un ratito en mi campera negra, antes de derretirse y chorrear por la tela. Es agua nieve, que resbala por mi gorro, mi bufanda, mis botas.