TODO COMENZÓ CUANDO AL PETISO y a mí nos echaron de nuestras casas.
Ya habíamos agotado todas las posibilidades
de conseguir un trabajo remunerativo y estable. Ya habíamos hecho ocho
sociedades distintas y todas habían fracasado. La última había
sido un taller de fotocopias en una calle perdida donde no pasaba ni un alma.
Cuando resolvimos ponernos de empleados, ya el germen del cansancio había
madurado casi simultáneamente en nuestras esposas.
De
manera que, habiéndonos perdido la confianza, tuvimos que irnos. El Petiso
fue a parar a casa de la abuelita, y yo a la de una hermana.
Establecimos
no vernos más. Quedarnos cada uno en su refugio y no intentar ninguna sociedad.
Pero sucedió una cosa rara. Nos encontramos.
A
los dos nos habían echado del empleo. El Petiso perdió su puesto
de gasista y yo el de fotógrafo. No porque fuéramos incompetentes,
sino por exceso de celo. El Petiso iba a una casa a colocar una estufa, y al rato
ya era amigo de la señora, y le arreglaba la luz, le hacía un plano
para la decoración, le cambiaba los muebles y le desarmaba el lavarropas.
Y claro, se le iba la tarde.
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