sábado, 11 de julio de 2015

Manual de instrucciones

Instrucciones para leer
Lo primero que hace falta es saber leer. Haber leído algo, alguna vez, que nos haya producido eso que hace que sigamos queriendo leer. Pero un momentito, quiero detenerme en eso.
Trataré de poner eso en palabras. Eso que hace que sigamos queriendo leer, que nos haga buscar uno y otro libro en nuestra biblioteca, en la de nuestros amigos (los que prestan), en las librerías, en los suplementos literarios. Que sepamos que ya no podremos vivir sin leer.
Después varias cosas más: buscar qué leer, dónde, cuándo.
Leer, lo que se dice leer, se puede en cualquier parte. Habrá quien pueda más, quien pueda menos, quien acepte gustoso cualquier medio de transporte como ámbito para su lectura, quienes se mareen en colectivos y micros, y en cambio puedan leer felices en el tren (leer en el tren es maravilloso).

Si yo fuera hermosa, si yo fuera alta, si yo fuera buena, si yo fuera flaca

Si yo fuera hermosa, primero, no tendría tiempo para nada. Estaría el día entero haciendo varias cosas que no hago: corroborando en el espejo que la belleza sigue ahí, que nadie me la robó, que no se gastó, que no se arrugó, que no desapareció! Y que no era una ilusión óptica. Para lo cual, tal vez estaría como El hombre de los lobos (famoso paciente de Freud y de otros analistas, por si alguno no lo sabe, no hay por qué saberlo tampoco) con un espejito de mano que guardaría en algún bolsillo especialmente diseñado de mi precioso vestido, mirándome a hurtadillas (tal cual el hombre de los lobos controlaba un grano que decía tener en su nariz).
No tendría tiempo porque me la pasaría en el esteticista, me metería en esas máquinas que me producen claustrofobia, me enchufaría los electrodos, la cámara de ozono, la punta de diamante, la uña esculpida, el drenaje linfático y cuanta cosa se inventó para mantener la belleza, todo lo cual, se comprenderá, no me dejaría tiempo para el resto de la vida.

Envenenadora de oídos

Todo me lo cuenta al pasar, casi como al descuido, al final o en el medio de lo que ella quiere hacerme creer que es lo importante. Pero yo sé que lo otro, eso que dice empezando por un ¿sabés lo que me pasó el otro día?, una pavada, te vas a reír, en verdad eso es lo importante. Le lleva un buen rato elaborar, pensar cómo va a decírmelo, cómo va a metérmelo gota a gota en el oído.
Me lo cuenta esperando una reacción, un sobresalto, un tambaleo. No importa que yo le haya dicho miles de veces que ya no me interesa, que en nada me modificará.
Entonces cambia de estrategia. Al principio era mucho más burda, de pronto no podía guardarse una pregunta que quién sabe cuánto tiempo atrás venía rumiando. ¿Y ahora qué harías si aparece arrepentido?
Conozco esas trampas, son las trampas que cualquier mujer un poco histérica, y de Freud para acá todas lo somos, se hace. Estoy preparada para un ataque como ese. Ante mi respuesta firme, cambia de táctica.
Como supuestamente a mí nada de eso me movería una pestaña, ella puede contarme si lo vio, dónde, a qué hora, con quién, qué cara tenía y demás. Con total libertad hace comentarios, reflexiona en voz alta, elucubra, todo con el mismo objetivo. Metérmelo en el pensamiento, casi diría, a diario. Intenta que llegue a mi cabeza a través de la oreja, por donde ella se encarga con esmero de introducirme sus inocentes dichos. Dichos en colores y con sonido estéreo.  

Celebración de la fantasía

Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, por que la estaba usando en no sé que aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba mas de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima- dijo
-Y anda bien- le pregunté
-Atrasa un poco- reconoció.

                                                                                                 Eduardo Galeano  "El libro de los abrazos"

Brevedades

I
Esa mujer sabía que su nueva alumna había sido la esposa del hombre del que había estado muy enamorada.
Contaba con esa ventaja y se daba cuenta de que si la aceptaba en el grupo corría un riesgo. ¿Podría mantener el secreto? No estaba acostumbrada a fingir. Sin embargo, lo hizo por un tiempo, pero en cada clase se ponía muy nerviosa y paradójicamente eso la volvía más lúcida y locuaz. Siempre le había pasado, los nervios la ponían así.
Lo pensó, lo pensó mucho y decidió decírselo.
Con cualquier pretexto, la citó en un café del pueblo y se lo dijo. Por primera vez le vio aquella expresión. Algo que la transformaba casi en lo opuesto a lo que parecía. Pero no le dio importancia a ese chispazo que cruzó, por un instante, la cara a la otra. Enseguida se recompuso y  volvió a ser la misma, cálida, afectuosa, objetiva y controlada.
Durante meses se trataron como verdaderas amigas y esa mujer pensó que había hecho bien en decírselo, se ponía en lugar de la otra y estaba segura de que, en su lugar, ella también hubiera sabido valorar el gesto.
Las dos estaban del mismo lado. Al fin de cuentas, coincidían en muchas cosas, las dos vivían en el mismo pueblo y las dos habían sido engañadas por el mismo hombre.