domingo, 26 de julio de 2015

Mi Graciela Cabal

Por el año 2002 o 2003 habrá sido. Soy malísima para recordar fechas con precisión. En ese entonces, yo trabajaba como lectora para la editorial Sudamericana. Trabajo que valoro y disfruté mucho, fueron poco más de diez años.
Alguna de esas veces que yo llevaba un informe sobre un libro leído (siempre con la esperanza de llevarme algún otro), tenía que esperar en la sala de espera. A veces el editor o editora estaban ocupados, y se hacía un rato, yo lo sabía y no me preocupaba, a mí también me dedicaban un rato, especialmente si se trataba de Luis Chitarroni con el que me encantaba conversar.

El angelito

Uno de los miedos que atormentaron buena parte de mi infancia fue el miedo de aplastar al angelito. (Hablo de mi angelito. El que me correspondía.)
Es cierto que yo nunca logré verlo, porque, según la Señorita Porota —nuestra maestra de primero inferior—, los angelitos sólo se dejaban ver por las niñas buenas, calladitas, limpias y muy pero muy trabajadoras.
Ella, la Señorita Porota, sí los veía (por algo era maestra). a todos los veía: cada angelito sentado al lado de la niña que le había tocado en suerte, más triste o más contento según el comportamiento de la susodicha niña.
—¡A ver, tú! —decía la Señorita Porota, empinada en sus tacones—. ¡Basta ya de morisquetas! ¿O no ves que el angelito llora?

Un salto al vacío

(...) ¿Existen géneros literarios convenientes, bien vistos, apropiados para que una mujer escritora transite por ellos?
La literatura infantil ¿es cosa de mujeres?
(...) ¿Cosa de mujeres? ¿Cómo los chupetes anatómicos, las cacerolas engrasadas y el crochet? ¿Es posible que la misma fatalidad sexual que nos condena a ser las mejores en eso de rasquetear pisos, desodorizar inodoros, freír milanesas y, por qué no, destapar cañerías, nos vuelva especialmente aptas para la literatura infantil?
Siguiendo esta línea de pensamiento, nada tiene de extraño que, a quienes escribimos para chicos —mujeres o varones—, se nos ubique lejos de las escritoras y los escritores y cerca de las madres y las maestras. Madres y maestras —segundas madres— que trabajan por amor. Y trabajar por amor —ya se sabe— es casi como no trabajar.

Respiren, que acá cambia el aire

El sábado tempranito nos pasaba a buscar. Ya el viernes a la tarde me empezaba a preparar. Era salir de la escuela y saber que llegaba a casa, tomaba la leche, y con mamá hacíamos el bolso. Eso me llenaba de una alegría grande, simple.
Me llevaba de todo: ropa por si hacía más frío, más calor, por si llovía, zapatillas por si me llenaba de barro, a mí me encantaba empacar, como decían en las películas. Mi mamá me seguía la corriente.
Algún juguete, las figuritas de brillantina y el álbum, el cepillo de pelo, las cintas, hebillas, de todo. Me dormía rápido, estaba cansada y quería que llegara el sábado.
Yo era la primera, porque vivía en Lanús, y eso me daba cierto poder. Comenzaba las conversaciones que luego tenían que seguir los otros.
Los otros eran mis primos, y las conversaciones las empezaba con mi abuelo Francisco, que todos los sábados a la mañana nos pasaba a buscar para llevarnos a su campito en Longchamps.

Bruja

Deja caer las agujas sobre el regazo. La mecedora se mueve imperceptiblemente. Paula tiene una de esas extrañas impresiones que la acometen de tiempo en tiempo; la necesidad imperiosa de aprehender todo lo que sus sentidos pueden alcanzar en el instante. Trata de ordenar sus inmediatas intuiciones, identificarlas y hacerlas conocimiento: movimiento de la mecedora, dolor en el pie izquierdo, picazón en la raíz del cabello, gusto a canela, canto del canario flauta, luz violeta en la ventana, sombras moradas a ambos lados de la pieza, olor a viejo, a lana, a paquetes de cartas. Apenas ha concluido el análisis cuando la invade una violenta infelicidad, una opresión física como un bolo histérico que le sube a las fauces y le impulsa a correr, a marcharse, a cambiar de vida; cosas a las que una profunda inspiración, cerrar dos segundos los ojos y llamarse a sí misma estúpida bastan para anular fácilmente.

Julio Cortázar, 1943.

Palabras para Julia

Me mira. Quieta. Muda. Asustada.
Me mira con su ojo sano, el que ve. El que vive. El otro, un ojo que no nació, casi como ella, que para nacer tuvo que agarrarse bien fuerte a la vida y pelear, desde el comienzo. El otro ojo apenas se asoma por un párpado semiabierto, ciego.
Pero ella me mira. Mira mis ojos, mi pelo, los anillos y los aros. Me mira toda. Con curiosidad. Y de a poco, mientras le hablo, deja de temer. El susto se va, y deja lugar a otra cosa.
Tiene curiosidad, entonces le cuento, yo hablo, no espero que ella lo haga. No le hago preguntas. No le pido nada. Le doy. Me doy, para que mire, para que escuche, y confíe.
No hace mucho.
Está quieta. Pequeña, frágil, lastimada.
Es una niña pequeña, hermosa y lastimada.
Sus brazos, sus piernas, toda ella es delgada y pequeña.
Rubia, un rubio claro de pelitos que se le escapan de la trenza que su madre le ha hecho.
No llora. Me observa. Me escucha.