sábado, 11 de julio de 2015

Brevedades

I
Esa mujer sabía que su nueva alumna había sido la esposa del hombre del que había estado muy enamorada.
Contaba con esa ventaja y se daba cuenta de que si la aceptaba en el grupo corría un riesgo. ¿Podría mantener el secreto? No estaba acostumbrada a fingir. Sin embargo, lo hizo por un tiempo, pero en cada clase se ponía muy nerviosa y paradójicamente eso la volvía más lúcida y locuaz. Siempre le había pasado, los nervios la ponían así.
Lo pensó, lo pensó mucho y decidió decírselo.
Con cualquier pretexto, la citó en un café del pueblo y se lo dijo. Por primera vez le vio aquella expresión. Algo que la transformaba casi en lo opuesto a lo que parecía. Pero no le dio importancia a ese chispazo que cruzó, por un instante, la cara a la otra. Enseguida se recompuso y  volvió a ser la misma, cálida, afectuosa, objetiva y controlada.
Durante meses se trataron como verdaderas amigas y esa mujer pensó que había hecho bien en decírselo, se ponía en lugar de la otra y estaba segura de que, en su lugar, ella también hubiera sabido valorar el gesto.
Las dos estaban del mismo lado. Al fin de cuentas, coincidían en muchas cosas, las dos vivían en el mismo pueblo y las dos habían sido engañadas por el mismo hombre.

Esa mujer aún sufría, lo había querido mucho, aunque tal vez estaba encariñada con el hecho de quererlo.
Con el tiempo se propuso que, de alguna manera, iba a dejar de sufrir. De a poco, donde antes estaba el dolor, primero quedó un gran vacío y, más tarde, apareció otro hombre. Se lo contó, eran amigas y supuso que se alegraría.
Pero en la otra solo encontró palabras hirientes y reproches.
Esa mujer ya no quiso entender, se despidió con una sonrisa.
Cuando se encuentran casualmente, fingen no verse. 

II
Me fue bien.
Lo dijo sonriendo pero sin convicción. Me esperó en la confitería, más arreglada que de costumbre, fumando sin parar y sentada delante de un porrón de cerveza helada, a pesar de que afuera hacía mucho frío. Eran las tres de la madrugada de un sábado de junio.
Está muy bien organizado, el tipo que se encarga de todo es un psicólogo. Además, no va cualquier persona, son todos profesionales, gente bien.
La descripción del lugar y del evento fue larga, tediosa, abundante en palabras y escasa en información.
¿Habría por fin conocido a alguien en ese encuentro?¿Podría dejar de estar sola?
El relato me interesó cuando comenzó a hablar de un hombre, me imaginé la escena como en una película, ella primero lo vio de lejos, algo de él lo destacaba del resto. Que él clavara su mirada en ella le dio ánimo para acercarse. Luego de presentarse comenzaron a conversar. Había algo en él que a ella le molestaba, no sabía precisar qué,  ese hombre la perturbaba de alguna manera. Estudió sus gestos, su ropa, la mirada le pareció franca y despejada y sin embargo...la molestia persistía, como tener una piedrita en el zapato. Coincidían en la profesión y eso volvió fluida la charla.
Antes de despedirse, un segundo antes de que él le pidiera el teléfono ella lo advirtió y huyó.  
Conversé un ratito, como para disimular y me fui con cualquier excusa. A esta altura de mi vida no puedo estar con un tipo que se tiñe. Porque ese tipo se tiñe el pelo, estoy segura, tiene mi misma edad y ni una sola cana.

III
El hijo menor de los dueños de casa cumplía diez años. El día se prestaba para el festejo. Un enorme parque, una piscina, sol y muchos matrimonios con sus hijos. Los niños corrían sin dañar el césped inglés cuidado con esmero.
Manteles blancos cubrían las dos mesas, una larga adornada con flores del mismo jardín, y otra más pequeña donde los niños devoraban hamburguesas con papas fritas.
En ese universo no había lugar para divorcios ni concubinatos. Sin embargo, había una mujer sola con sus hijos que rompía, sin proponérselo, ese equilibrio implícito, tan necesario para la armonía del paisaje.
Un rato después del almuerzo, los chicos disfrutaban de la piscina y los adultos conversaban. Naturalmente, se habían formado dos grupos, los hombres deliberaban sobre fútbol y las mujeres se entretenían con las gracias de los más pequeños.
El sonido del teléfono desencadenó un nuevo tema.
Teléfono Estela, dijo el dueño de casa.
Ya lo escuché, ¿qué tal si atendés?
El grupo de mujeres se alborotó, la dueña de casa hizo un comentario al respecto que disparó una reacción en cadena, el famoso efecto dominó. Luego de que abriera el juego la dueña de casa hubo también un movimiento de sillas que se acercaron, los cuerpos necesitaban más proximidad. Sólo una de las mujeres quedó un tanto apartada del grupo.
Si él está al lado del aparato, ¿me quieren decir por qué no atiende? ¿Dónde está escrito que siempre tengo que atender yo?
Bueno, así pasa con todo mi querida. A mí el mío me dice “yo te ayudo” y yo le dije, ¿qué tal si yo te ayudo a vos? ¿Entendés? Que él me ayude significa que el trabajo pesado siempre lo hago yo.
El mío, no encuentra nada, hoy casi lo mato, me preguntaba qué remera me pongo, como si yo fuera su asesora de imagen, “es fácil lindo, abrí el cajón, fijate lo que hay planchado y elegí”, opté por contestarle así, a ver si acusa recibo.
Cada una aportó un pequeño catálogo de quejas conyugales. La única que permaneció callada fue la mujer que estaba sola, no veía la hora de irse, a la noche tenía una cita. Las segundas veces no se cometen los mismos errores, pensó, pero prefirió seguir más lejos y en silencio.

IV
Nos encontramos en el restaurante y decidimos esperarlo allí mismo. Iba a tardar un rato así que pedimos la cena. Ella decidió rápido: risotto con hongos, me vi llevada a compartirlo, sin saber por qué. Hablamos de cosas de mujeres con la libertad que la ausencia de él nos daba para explayarnos en detalles y confidencias.
Ella estaba rebosante de planes y proyectos con él. Yo estaba sola, desengañada y desilusionada por un tipo del que me había enamorado. Sentí envidia, verdadera envidia. Y lo peor, ella me caía bien y la sentía la mujer ideal para él. Lo ordenaba, lo ayudaba, lo acompañaba, lo quería. Él la quería a ella, ¿por qué a mí no podía pasarme algo así? No tenían problemas de dinero y los planes eran perfectamente realizables. Los visualizaba en un futuro, casados, con hijos, una buena casa, un perro hermoso y la camioneta para cargar todo y salir de paseo. Esa imagen me golpeó.
Al rato llegó él.
Hacía bastante que no lo veía, pero conservábamos la comunicación intacta de casi veinte años de amistad. Esa era mi superioridad sobre ella, lo único que por más que lo tuviera de por vida nunca podría conquistar. Había cosas que yo había vivido con él, en épocas en que ella no figuraba en la historia. Saberlo y confirmarlo una vez más me hizo sentir victoriosa. De todos modos no abusé de la virtud. No era necesario hacerla evidente. Estaba allí, en los gestos, en la complicidad inalterable, sostenida y alimentada a lo largo de los años.
Ella lo aceptaba con una dignidad que me hizo sentir una imbécil. ¿Qué hacía yo ahí, entre dos que se querían bien compitiendo con la mujer que mi amigo había elegido?
Él observó un rato el menú, dudaba entre las distintas clases de pizzas, pero finalmente y sin saber por qué, se decidió por el risotto.

V
Están sentados en un bar cualquiera de la ciudad. En ese bar pasaron muchos momentos desde hace no sé cuánto tiempo. Los encuentros no tienen una frecuencia fija pero perduran.
No sé cuál es el vínculo que los une. Él le debe llevar unos veinte años, sin embargo, conserva algo de su juventud. Se nota en los gestos, en la sonrisa, en la mirada.
No puedo saber de qué hablan, porque permanezco en mi mesa, fingiendo leer mi libro, y el murmullo de las otras mesas me impide escuchar bien.
Puedo imaginarme muchas cosas, pero prefiero mirarlos. Tengo la sensación de que siempre tienen de qué hablar, es más, creo que continúan una conversación que comenzó el día que los vi por primera vez.
En el transcurso de estos años pude ver algunos cambios. Al principio ella lo miraba con admiración, con devoción podría decir. Ahora la mirada de ella es de un profundo e indestructible amor, no hablo de un amor sexual, es un amor mucho más fuerte que el que también tiene sexo. Algo parecido al agradecimiento. Como si él le hubiera entregado un tesoro, nada material, más bien esas cosas que no tienen peso ni ocupan un sitio determinado. Tal vez las palabras de él encierren un saber que ella necesita.
Muchas veces se ríen y otras conversan plácidos, o simplemente están juntos, en silencio.
Vengo para mirarlos. A veces tengo miedo de no encontrarlos, de no verlos nunca más y quedarme con la idea de que todo fue una de esas ocurrencias que se imponen sin motivo.

VI
Mientras huelo la lluvia no despego los ojos de mi revista. Todavía no sé si llueve, no quiero ni me importa saberlo. Y me molesta enterarme cuando la chica que está sentada a mi lado me propone que entre las dos cerremos la ventanilla. La lluvia cae despareja, furiosa, como escapando de algo. El cielo está oscuro, pasan unos pájaros volando alborotados y veloces. Mientras miro la lluvia su olor se me pierde. Pierde la espesura y fortaleza que tenía hace apenas unos minutos, cuando irrumpió en medio de la lectura.
Pero vuelvo, me concentro y vuelvo a leer. A inventarme dentro del vagón una privacidad donde el olor de la lluvia me ocupa entera. Y me quedo ahí, intentando que nada del afuera me interrumpa.
Mientras huelo la lluvia, ya casi no le doy importancia a la lectura, pienso en el terror a las tormentas de mi perra; en dónde se habrá metido el sol que hace un rato, momentos antes de entrar en el subte y luego al tren, calcinaba la ciudad; en la cara de mis hijas mirando la lluvia por la ventana que da al jardín; en la ropa que no llegó a ser rescatada de la soga; en el día que me operaron de la garganta y llegué al quirófano empapada y muerta de risa.
De a poco la lluvia cede y el olor ya no es el mismo del principio. Ahora es pura humedad, trapo mojado, asfalto frío. Ya no el olor del pasto mirando el cielo, pidiendo agua.
Levanto la vista y sin sorpresa descubro que de nuevo está el sol, otra vez, calcinándolo todo.

VII
Aparentemente, la enfermedad estaba agazapada desde hacía un tiempo. Buscó el momento oportuno para dejar de disimular. Hubo que operar. Cortar, abrir, desgarrar, sacar y volver a cerrar. Luego drogas de una forma o de otra, calor, frío, dolor y miedo.
Miedo inútil, miedo que a veces se calma, se esconde un rato y luego vuelve, inquebrantable. Miedo que no sirve más que para alimentar el susto que la mantiene viva.
Por un tiempo desaparece, ¿se curó? Se curó, por ahora. Siempre es por ahora.
De todos modos quedó la marca, la imposibilidad, una pequeña cicatriz en el sitio de la herida.
Pero igual volvió a reírse, a soñar, a amar, a ilusionarse. Todo se olvida, aunque más no sea de a ratos.
El miedo reaparece por las noches, se mete en un sueño disfrazado de la blancura amenazante de un quirófano que surge despiadado en medio de un jardín de flores amarillas. Es un miedo para recordar.
Para saber que a veces ella aparece para quedarse. Para volver a salir ante el menor descuido, cuando las ilusiones de haberla perdido no alcanzan para olvidarla.

VIII
Por algún motivo fuimos a la casa de la señorita Lía. Ella había sido la maestra de mi hermana en primer grado y el año próximo, sería la mía. En realidad no fuimos a su casa sino a la de su madre, pero de eso me enteré después, cuando habíamos llegado. Yo estaba con mi madre, y debo haber sido muy pequeña porque recuerdo que tuve que mirar hacia arriba para ver el llamador de la puerta. Era una puerta de madera trabajada y en el centro tenía una manito de bronce que uno golpeaba para avisar que había llegado. Hasta ese momento yo no conocía otro modo de llamar que no fuera tocar el timbre o golpear directamente en la puerta, o las manos, como hacíamos en el campo en casa de mis abuelos. Detrás de esa manito había una pequeña ventana que el dueño de casa abría para mirar quién tocaba a la puerta. La pared del frente estaba cubierta por una enredadera verde de esas que tienen ese nombre tan precioso que para ese entonces yo desconocía, una enamorada del muro. Lo sé ahora, pero entonces también ignoraba que esa hermosa casa que estaba frente a mí era estilo Tudor.
No encajaba bien en mi mente la señorita Lía en semejante casa. Ella, tan flaca y con el cabello blanco, tan blanco como sus dientes, y las manos rústicas de uñas cortas, siempre con restos de tierra por haber estado trabajando en el jardín. Ella, dando de comer a todos los perros y gatos con los que se cruzaba por la calle, que eran muchísimos porque su casa quedaba muy lejos. En cambio esta casa adonde entraba, pasando por una hermosa arcada revestida en madera, ésta quedaba muy cerca de mi casa. En la parte linda del barrio, donde mis abuelos paternos habían tenido alguna vez lo que mis padres llamaban un petit hotel, que yo no tenía la menor idea de lo que era. Pero luego comprendí que era una casa hermosa con una escalera de madera, donde alguna vez mi abuelo me tuvo en brazos y nos sacaron una foto.
Pero ésta era una casa maravillosa, la casa más linda que yo había visto jamás. Los techos estaban revestidos en madera con tirantes que cruzaban de un lado a otro. Los vidrios de las ventanas eran de vitreaux, y todo, todo lo que allí había parecía esconder algún secreto. Montones de libros, carpetas tejidas en hilo sobre la mesa, mesitas y sillones, portarretratos con caras de otras épocas, señores de bigote engominado y chicas muy jóvenes disfrazadas de señoras. Un gato amarillo se paseaba delante de nosotras, con sus delicadas patitas que apenas rozaban el suelo y los muebles.
Nos dieron té en unas tazas pintadas, unas tazas que tenía miedo de romper. No quería irme nunca de ahí. Quería quedarme a vivir con la señorita Lía en esa casa y que me enseñara a leer y leer todos los libros de la biblioteca. Permanecí muda de asombro, de verdadero deleite. Si me concentro, todavía hoy puedo sentir de nuevo el olor de esa casa, una mezcla de cosas viejas, a jazmines del jardín, a pis de gato, a libros gastados. Un delicioso olor de una casa adonde habían pasado muchas cosas.
Mamá hablaba con la señorita Lía, no sé de qué. No me importaba, mis ojos recorrían cada rincón de la casa, permanecí quieta y muda, observándolo todo.
Mamá, vení que te presento a Julia y a su hijita.
La voz ronca y alegre de la señorita Lía me sacó de mi embeleso. Se acercó una viejita diminuta y endeble, el pelo recogido en algo como una redecilla y unos ojos más celestes que el cielo. Sonrió estirando una mano hacia mí, yo no sabía si dársela, besársela, ¿qué se suponía que debía hacer?  Opté por acercarle la mía y que ella decidiera. La usó de apoyo y se sentó a mi lado. Olía a viejita perfumada.
Sólo cuando la vi al lado de su madre comprendí que la señorita Lía no era vieja, sólo tenía el pelo blanco.

IX
Muerdo. Parece que muerdo dormida.
Mis dientes se tocan más de lo prudente. Se tocan, se aprietan, y muerden.
Una noche ocurre. Una noche que no sé lo que ocurre. Que de pronto estoy en un lugar que no sé cuál es ni cómo ni dónde, sólo que tengo que escapar. Salir, encontrar la salida. No soy yo sola quien corre peligro. Se trata de mi hija y de otra niña más. Las tres tenemos que encontrar la salida. Pero yo soy la adulta, soy la madre y tengo que protegerlas de él. ¿Quién es él? No lo sé, pero lo intuyo, que es peor. Sé del peligro que nos acecha, a mi hija, a la otra niña y a mí. Tengo que escapar, salir, encontrar la salida. Y mientras, no lo sé, pero muerdo y clavo mis uñas en mis manos, que al despertar están atravesadas por mis uñas. Manos acalambradas y casi sangrantes. De tan rojas casi sangran, ha quedado la marca de mis uñas en la palma de mis manos, una delgadísima capa de piel apenas, y asomando, el rojo de la sangre, mi sangre.
El tiempo que paso escapando es largo, está hecho de telas de arañas, de laberintos, de espejos que me devuelven la imagen deformada de él; tan extraña es la imagen que no puedo reconocerlo del todo, pero es él, no tengo dudas. Es indispensable que logre escapar. El tiempo se vuelve un pantano que me traga, me ahoga, me impide salir. El aire escasea, la luz se fue, el agua dejó de fluir. Lo único que permanece inmutable y cruel es el tiempo que no me da tregua. Una espesura de tiempo que no pasa, está inmóvil, tragándome. Un tiempo donde me pierdo y puedo llegar a perder a mi hija, y a esa otra niña que no sé quién es pero a la que debo proteger. ¿Seré yo esa otra niña? ¿Será la niña que ya no soy?
No puedo detenerme a pensar porque cada pensamiento parece hundirme un poco más en el pantano.
Disfrazada de penumbra, su cara me acosa, me envuelve, es el aire que me atraviesa y se mete por mi ropa, mis poros, mi sangre. Todo él entra en mí, apoderándose de mi fuerza. Me doblega, me hace su esclava. Después desaparece.
Creo que escapé, el alivio es un jardín lleno de flores, una risa, unos ojos que brillan. Dejo de escapar, me liberé, lo vencí.
Pero no es cierto, la ilusión dura un momento. Surge de las sombras, mi hija muerta, envuelta en la mortaja para su último viaje, fría, descolorida.
Es entonces que muerdo, parece que muerdo.
¿Qué otra cosa me queda, más que morder? Muerdo el dolor y la furia. Muerdo la locura que es ver a mi hija muerta.
Muerdo con toda la intensidad de la que soy capaz. Muerdo para sangrar, para reventar, para morir con ella.
Entonces despierto.
Mi respiración está agitada, las uñas clavadas en mis manos y los dientes duros, como hechos de mármol o de acero.
Busco el reloj, donde el segundero vivo me asegura que el tiempo no es más inmóvil. Respiro, agradezco, lloro, hablo sola, me abrazo, me toco la cara, me palpo, a ver si soy yo, si estoy ahí.
Voy hasta el cuarto de mi hija. Duerme, plácida, hermosa, inocente. La miro, la huelo, la beso. Siento la respiración calma de mi hija, cálida, cerca de mi cara. Me quedo un rato respirando el aire que ya pasó por ella.
Vuelvo a dormir.
Pero muerdo. Parece que muerdo dormida.
Patricia Saccomano

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