TODO COMENZÓ CUANDO AL PETISO y a mí nos echaron de nuestras casas.
Ya habíamos agotado todas las posibilidades
de conseguir un trabajo remunerativo y estable. Ya habíamos hecho ocho
sociedades distintas y todas habían fracasado. La última había
sido un taller de fotocopias en una calle perdida donde no pasaba ni un alma.
Cuando resolvimos ponernos de empleados, ya el germen del cansancio había
madurado casi simultáneamente en nuestras esposas.
De
manera que, habiéndonos perdido la confianza, tuvimos que irnos. El Petiso
fue a parar a casa de la abuelita, y yo a la de una hermana.
Establecimos
no vernos más. Quedarnos cada uno en su refugio y no intentar ninguna sociedad.
Pero sucedió una cosa rara. Nos encontramos.
A
los dos nos habían echado del empleo. El Petiso perdió su puesto
de gasista y yo el de fotógrafo. No porque fuéramos incompetentes,
sino por exceso de celo. El Petiso iba a una casa a colocar una estufa, y al rato
ya era amigo de la señora, y le arreglaba la luz, le hacía un plano
para la decoración, le cambiaba los muebles y le desarmaba el lavarropas.
Y claro, se le iba la tarde.
Yo, que siempre
me caractericé por inventar cosas, empecé bien. Pero a los dos días,
lo convencí al patrón que sacando carnets no iba a ningún
lado. La fortuna estaba en poner un solárium de invierno. Lo convencí
de que comprando un gran terreno y recubriéndolo de una campana de vidrio,
la gente podría tomar sol en pleno invierno. Pensé que el Petiso
podría calefaccionarlo, ubicando estratégicamente enormes estufas
en el recinto. Solamente la venta de la coca cola y los panchitos nos amortizaría
los gastos, sin contar las ganancias en concepto de entradas. La idea prendió.
Tanto que el patrón comenzó a desinteresarse de la fotografía
y hasta echaba a los clientes. Se volvió taciturno y se pasaba el día
junto a la mesa de retoque, meditando. La esposa - cuándo
no- comenzó a sospechar al ver que cada vez entraba menos plata, y una noche,
antes de cerrar, se vino al estudio. Yo me fui. No sé de qué hablaron.
Al día siguiente estaba despedido.
Bueno.
El asunto es que pasan tres días y me lo encuentro al Petiso por Cabildo.
Los dos en la misma situación. Gran alegrón, abrazos, alusiones
al destino y a la magia. Le cuento lo del solárium de invierno y nos lamentamos
de la falta de visión de alguna gente.
No
queremos decirlo, pero los dos caminamos y pensamos lo mismo: una nueva sociedad.
Al final yo no aguanto más y le enumero las nuevas ideas: un coche con
puertas corredizas, un sistema nuevo de aire acondicionado que funciona con el
sol: cuando hace calor enfría y cuando hace frío calienta, y muchas
cosas más, pero desgraciadamente hace falta plata.
Seguimos
caminando por Cabildo. Cada uno en silencio, cada uno con su visión interior
distinta. Yo, con la visión de un castillo en Irlanda con una adolescente
rubia, bella y tuberculosa, tocando el arpa para mí. El Petiso, que tiene
alma de actor, bailaba en el teatro más importante de París, con
un traje a rayas y un rancho. Estaba la reina de Inglaterra y las mujeres le tiraban
flores.
Al llegar a Juramento, yo vi algo
en el suelo.
Era una caja roja chata y
rectangular. «Mirá eso», le dije al Petiso, que en seguida
corrió, la levantó y se la puso debajo del saco. Por las dudas,
cruzamos inmediatamente y dimos la vuelta manzana. Cuando retomamos Cabildo, analizamos
gozosos el par de medias que habíamos encontrado. Eran unas medias negras,
de ésas que se estiran. Ninguno de los dos quiso quedarse con ellas. Resolvimos
guardarlas como amuleto.
De pronto a mí
se me ocurrió la idea: podríamos dedicarnos a buscar cosas. Nos
miramos. Y él estaba decidido.
Dejáme
mirar al suelo a mí -le
dije-, vos caminá
al lado mío mirando adelante para disimular.
En
la primera cuadra no encontramos nada. En la segunda tampoco, entonces el Petiso
sugirió:
Una
cuadra cada uno. Una cuadra yo miro para abajo y vos para arriba: en la que viene
vos mirás al suelo y yo cuido para no atropellar a la gente y que no nos
pisen los coches. Ese día no encontramos gran cosa. Apenas una moneda de
cincuenta, una bombita de luz, quemada, dos ruleros y una escopeta de juguete
aplastada por los coches y sucia de alquitrán. Pero la cosa pintaba.
Quedamos
en encontrarnos al día siguiente a las nueve y media de la mañana,
en Cabildo y Echeverría.
Y ese
día nos fue mejor. Eran apenas las doce del mediodía y ya teníamos
una birome con poco uso, un aro, cuatro monedas de diez, una caja de alfileres
marca «El Jeque» completamente intacta, una traba de corbata y una
malla de reloj con el papel de celofán y todo.
En
un café, pusimos todo sobre la mesa e hicimos el recuento.
Además,
sobre una servilleta de papel, anotamos las experiencias:
1º:
El cordón de la vereda es mucho más fructífero que el centro
de la misma.
2º: Las esquinas y las
paradas de colectivos son más proclives a las pérdidas que el centro
de la cuadra.
3º: La hora cercana
al mediodía es cuando la gente pierde más cosas.
Aún
conservamos en un cofre de plata, junto con el par de medias, aquella amarillenta
servilleta de papel. Aquella servilleta que fue el punto de partida de toda la
organización, de todo lo que vino después, de todo lo que somos,
de nuestra felicidad o de nuestra desgracia.
Esa
tarde descansamos. El asunto pintaba y no era cuestión de tomar las cosas
a lo soldado. Ya teníamos experiencia en las ocho sociedades: no quemar
todos los cartuchos de entrada.
Al otro
día, otra vez a las nueve, partimos del café. Esta vez habíamos
establecido un horario completo: de 9 a 12 y de 15 a 19. Cada uno de nosotros
había traído un bolso y ya al mediodía comenzamos a intuir
que algo extraño se estaba dando en nuestras vidas.
Durante
el almuerzo, no quisimos alegrarnos mucho ni hablar mucho para no convocar a los
malos espíritus, pero por dentro estábamos incendiados. Entre otras
cosas sin valor, el Petiso había encontrado una Parker 51 con capuchón
de oro, y yo un anillo de oro, de pibe, con las iniciales R. J. El oro comenzaba
a rondar nuestro destino.
A la tarde resolvimos
introducir una variante: nos separaríamos.
Caminar
varias cuadras con la cabeza gacha, mirando al suelo, no es fácil yendo
solo, sin acompañante que mire hacia arriba. Primero, por los árboles:
en el ardor de la búsqueda, uno puede romperse la cabeza. Después,
por los chicos, sobre todo las nenas; uno las puede atropellar y, al querer evitarlas
o al tomarlas de los hombros, es muy probable que alguna vieja grite: «¡Degenerado!»
o «¡Vení para acá nena!» o que se junte la gente y se
arme un escándalo.
Pero en ese
momento resolvimos separarnos. Porque también la confianza o la inexperiencia
nos había hecho sobrevalorar el instinto que permite evitar el obstáculo
cuando se camina mirando para abajo.
Y
nos fue bien. Yo tomé por Cabildo y el Petiso por Ciudad de la Paz. Cuando
llegábamos a las esquinas, el que había llegado primero esperaba
al otro, y nos saludábamos con la mano, a una cuadra de distancia. Esto
a primera vista puede parecer infantil. Pero no es así. El elemento psicológico
es fundamental en esta profesión.
La
búsqueda separados duplicaba nuestras posibilidades, al finalizar nuestra
jornada, el balance de la tarde, desechando las figuritas, los peines, los billetes
de lotería dudosos, una edición con tapas marrones de Naná
en húngaro (que no supimos dónde ubicar), consistía en: un
cortaplumas con mango de nácar, un par de anteojos sin estuche, un llavero
con tres llaves, dos dijes de oro, un monedero con setecientos veinticinco pesos,
un pañuelo y una moneda agujereada, un manual del alumno de cuarto grado,
casi nuevo, y un pebetero de cobre envuelto para regalo.
No
cabía duda. Nuestro entusiasmo era hermoso. Al día siguiente los
dos, sin planear nada, llegamos vestidos con nuestros trajes de pedir empleo.
Ya había que pensar en un depósito.
Decidimos que lo mejor era la casa de la abuelita del Petiso, que se había
entusiasmado mucho con la nueva sociedad y nos facilitó un arcón.
Pasados los primeros días de euforia, se nos presentó con claridad
un problema madre: qué hacer con las cosas. De nuestra magra platita de
los sueldos, ya no quedaba casi nada; de manera que al principio optamos por lo
más fácil: el banco de préstamos, la calle Libertad, los
ropavejeros, los anticuarios.
Por consejo
de la abuelita del Petiso, destinamos parte del dinero para comprar dólares,
y los pusimos a interés, y los intereses los cobrábamos en dólares,
y los volvíamos a poner a interés en otra compañía
para no casarnos con nadie. Y así fue como pudimos comprarnos el negocio.
Pero eso vino después, cuando reajustamos la organización, dividimos
la ciudad en siete zonas, y tomamos empleados. Al negocio le pusimos de nombre
«La Felicidad», pero, como digo, eso vino después, cuando hicimos
publicidad, cuando evadíamos réditos. Más adelante ya no
nos hizo falta. Pero cómo no recordar con orgullo y emoción nuestra
radionovela de las once, el concurso de los diarios, los famosos bailables «Sea
usted también feliz».
Un
día, la abuelita del Petiso, fue a comprar tisana purgo-laxante a la farmacia,
y al pasar por el quiosco de al lado vio una moneda de cinco pesos en el mármol
del umbral, debajo del exhibidor. No la levantó (la pobre no puede agacharse)
pero llegó a su casa con los ojos resplandecientes. Casi no podía
hablar. Nosotros en ese momento estábamos dividiendo en zonas el plano
de la ciudad, y cuando nos contó lo que había visto, el Petiso y
yo nos miramos en silencio. Se abría un nuevo filón.
Lógicamente,
lo pensamos mucho. La experiencia nos había enseñado que nunca se
debe abandonar una tarea para superponer otra.
Una
investigación de mercado por los umbrales de los quioscos nos confirmó
que la inversión valía la pena. Pero levantar algo de abajo del
exhibidor de un quiosco, no es lo mismo que levantarlo de la vereda. El trabajo
es más riesgoso. Había que inclinarse en ángulo y corríamos
el albur que el quiosquero nos viera al agacharnos. De manera que cubrimos la
vacante con mi sobrino. El chico tenía once años, era muy despierto
y estaba en vacaciones. Mi hermana no cabía en sí de alegría.
Raulito comenzó ganando veinticinco mil pesos, seis horas de trabajo, pago
de café con leche y participación del dos por ciento en las utilidades.
Su trabajo consistía en atarse los cordones de los zapatos frente a los
quioscos, comprar piedritas de encendedor y preguntar precios.
Raulito
fue el iniciador de la subempresa de los quioscos.
De
manera que dividimos la ciudad en siete zonas y vislumbramos nuevas perspectivas
en el trabajo. En Santa Fe y Mansilla abrimos el negocio con dos empleadas. «La
Felicidad» comenzó como un mercado de las pulgas o una tienda de
anticuario. Pero introdujimos una variante que nos llevó al éxito:
la confección de fichas. Para ello contratamos a una asistente social que
le preguntaba a los clientes que miraban:
¿Qué
la haría feliz, señora?
La
señora respondía:
Una
lámpara antigua con tubo de opalina azul.
O
un señor decía que una cámara fotográfica. Entonces
la asistente social anotaba todos los datos en la ficha, y cuando se encontraba
lo que el cliente necesitaba para ser feliz, se le avisaba.
Con
respecto a cámaras fotográficas, filmadoras y trípodes fue
muy fructífera la subempresa «Trenes Urbanos», a cuyo frente
operaba un amigo de Raulito, que demostró gran capacidad en bastones, paraguas,
pilotos, libros y paquetes varios.
Bueno,
la cuestión es que, cuando la gente veía que «La Felicidad»
se ocupaba de ella, que le avisaba y le ofrecía a un precio módico
eso que colmaba sus deseos, se ponía muy contenta.
Pero
fue acá donde sufrimos nuestra primera decepción anímica.
Nadie se conformaba. Todos venían a pedir más cosas y la asistente
social volvía a anotar nuevos pedidos en la misma ficha muchas veces. Ganamos
cualquier cantidad de plata, pero el Petiso me decía, y tenía razón:
Mirá
cómo es la gente. Vos te hubieras conformado con el solárium de
invierno y yo con la empresa de gas. Pero éstos no. Tienen de todo y cada
vez piden más cosas.
«La
Felicidad» tenía esas cosas.
Pero
fueron tantas las posibilidades, que hicimos publicidad en gran escala. Hicimos
la radionovela de las once, el concurso de los diarios, y los famosos bailables
«Sea usted también feliz». Evadíamos réditos,
y nos cansamos de ganar plata.
Todos nos
compramos casas. Y a nuestro gusto. Yo remocé una vieja casona en Belgrano,
con parque, pileta de natación, patio andaluz y gabinete de ideas (una
amplia habitación forrada de corcho y con todo el confort moderno, que
usaba para pensar). El Petiso, una casa de tres pisos en Villa Luro, el último
piso dedicado íntegramente a taller. La abuelita, una casita en Villa Urquiza,
con una parcelita de tierra al fondo, para plantar yuyos, y un pequeño
laboratorio para fabricar tisanas, y mi hermana un cómodo departamento
en Córdoba al cinco mil quinientos. Todos tenemos coches.
Y
esto fue lo que pasó. El Petiso y yo cambiamos de mujeres todos los meses,
y las llenamos de hijos naturales que continúan nuestra empresa.
¿Pero
fuimos acaso más felices? No lo sé. Nuestras esposas vinieron a
buscarnos con todos nuestros hijos, y lo que sí sé es que ellas
no fueron felices. Las dos se habían vuelto a casar. La mía con
un farmacéutico; la del Petiso, con el gerente del Banco Nación,
sucursal Villa Adelina, y las dos volvieron al cabo de los años. Pero nosotros
las desdeñamos. En aquel momento no me expliqué por qué venían
a nosotros. Tenían todo lo que les faltaba cuando eran nuestras mujeres,
sin embargo, volvían a buscarnos, y con prepotencia todavía: esgrimían
los hijos.
Otra mujer me aclaró
el panorama, pero ya era demasiado tarde: pese a que no les faltaba nada, nos
extrañaban. No podían vivir sin nosotros.
Mi
mujer extrañaba que yo no la despertase a las cuatro de la mañana
para contarle una idea que nos haría ricos; la mujer del Petiso extrañaba
el lavarropas a pedal que le había construido. Extrañaban nuestras
sociedades, el misterio de los nuevos empleos, el hecho de que al enchufar la
plancha no se prendiesen todas las luces de la casa. Quizás extrañasen
nuestra alegría.
Pero nosotros
las desdeñamos. Ya tenemos muchos hijos naturales y pensamos seguir teniendo
muchos más. Les ofrecimos dinero, pero no aceptaron.
De
cualquier forma, el negocio de «La Felicidad» marcha solo, sobre rieles.
Y ahora caminamos por la calle, sin necesidad de mirar al suelo.
Isidoro Blaistein
del libro Dublin al sur y otros relatos
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