Me mira con su ojo sano, el que ve. El que vive. El otro, un ojo que no nació, casi como ella, que para nacer tuvo que agarrarse bien fuerte a la vida y pelear, desde el comienzo. El otro ojo apenas se asoma por un párpado semiabierto, ciego.
Pero ella me mira. Mira mis ojos, mi pelo, los anillos y los aros. Me mira toda. Con curiosidad. Y de a poco, mientras le hablo, deja de temer. El susto se va, y deja lugar a otra cosa.
Tiene curiosidad, entonces le cuento, yo hablo, no espero que ella lo haga. No le hago preguntas. No le pido nada. Le doy. Me doy, para que mire, para que escuche, y confíe.
No hace mucho.
Está quieta. Pequeña, frágil, lastimada.
Es una niña pequeña, hermosa y lastimada.
Sus brazos, sus piernas, toda ella es delgada y pequeña.
Rubia, un rubio claro de pelitos que se le escapan de la trenza que su madre le ha hecho.
No llora. Me observa. Me escucha.
Le hablo. Le cuento cosas. Lo que hago, lo que podemos hacer juntas, las cosas que tenemos para jugar. El lugar en donde estamos. Juntas.
Después de algunas veces en las que todo lo que ella hace es permanecer quieta observando, mientras yo hablo y juego sola, juego para ella, comienza a sonreír. Y tiene dientes también pequeños y se mueve. Toca las cosas. Papeles, lápices, crayones, juguetes.
Finge tener algo en sus manitos, algo que simula sacar de la caja. En apariencia no hay nada, pero yo sé que sí hay, quién sabe qué me está dando esta niña. Lo guardo, con cuidado, en mis bolsillos, en mi cartera, y digo que lo cuidaré mucho, un tesoro. Pongo nombres a lo que ella me da.
¿Me das flores?
¿Mariposas?
¿Risas?
¿Caca?
Y se ríe.
¿Dinero?
¿Me das miedos?
¿Me das secretos?
Y el ojo vivo parece vivir más. Brilla. La niña sonríe y asiente, afirma con su cabeza. Porque aún ella no me habla.
Agradezco sus secretos. Sé que cuando pueda, me los contará, lo digo. Puedo esperar. Tengo tiempo.
Durante varios meses es hablada por mí, yo soy quien hablo y digo lo que se me ocurre. Como si pudiéramos invertir los roles, ella escucha y yo hablo. Claro que sí. Se puede, pienso. Y le hablo. Le doy palabras. Se las presto, se las regalo, la cubro de palabras, como si fueran caricias. Sana sana colita de rana, pienso. Si no sanará hoy, sanará mañana, tenemos tiempo.
Un día juego con ruidos. Ruidos de animales. La vaca, el perro, los pájaros, hasta un hipopótamo, que no hace mucho ruido pero se mueve pesado y gordo, en cuatro patas, en el suelo.
La niña ríe, con sonido, por primera vez. Carcajadas.
Aunque uno esté lastimado puede reír. Lo digo. Para que escuche.
Mientras, en nuestra mesa, armamos un rompecabezas con todos los animales.
Tengo un caballo que relincha, está enojado, risas.
Tengo una vaca cansada de que la ordeñen, muuuuuuuuuuuuuuuuuuu, risas.
Tengo un león, el rey de la selva.
¿Vos tendrás en la panza un león que quiere rugir?
El grito que sale de esta niña pequeña es tan enorme, agudo, descomunal. Me pego tal susto que casi me caigo de la silla.
De la sorpresa a la risa. Y ella a la palabra. Porque ahora me habla, me habla todo junto y rápido y con la letra t en lugar de otras y tengo que acomodar mi oreja a su forma de hablar, hasta entenderla. Que sea rápido porque es ahora. Y sí, la entiendo. Y las dos, nos reímos bastante.
Pasa el tiempo y otra vez lastiman a esta niña. Otra vez en su propia casa está el peligro, el infierno. Otra vez el dolor. Otra vez se abre la herida que había sanado.
Cuánto me duele. Cómo me duele a mí también.
Tengo que permanecer unos minutos sola antes de verla, antes de intentar que ahora sí me lo diga. Respiro y me calmo. Busco fuerza. Que no me gane el dolor. Otra vez el dolor de saberla otra vez lastimada.
Y me lo dice. Bien claro me lo dice. Y otras palabras aparecen.
Y volvemos a empezar.
Otra vez.
Y lo haremos.
Cuantas veces haga falta.
Juntas.
Patricia Saccomano
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