Mi papá compraba LA RAZON que tenía letras así de grandes y me llamaban mucho la atención.
Mi papá también era grandote, pero las hojas del diario eran enormes y lo tapaban. Eso me producía sentimientos encontrados. Quería ver a mi papá, hablarle, que me escuchara, yo tenía siempre muchos temas de conversación. Y por otro lado me moría por saber qué cosa lo tenía tan interesado detrás de esas páginas descomunales y de esas letras negras.Entonces empecé a preguntar: ¿cuál es ésta? La A, decía mi papá sin más comentarios.Y al rato otra y así, mi mamá me contestaba más, pero leía menos.
La que leía todo el tiempo, libros largos y casi sin estampas, era mi hermana. Mi hermana se enfrascaba en la lectura de libros gorditos y a mí me daba una cosa no poder entender. Una cosa que era como un dolor de estómago, algo que permanecía en mí, molestándome, como una mosca zumbona.Mi hermana tenía doce años y había descubierto la colección Robin Hood y otra de Kapeluz de la que no recuerdo el nombre. Pero que tenía un título, que luego descubrí, Chico Carlo y creo que era de Juana de Ibarbouru. Lo más impactante para mí de ese libro fue que ese tal Chico Carlo hacía lo mismo que yo. Miraba una mancha de humedad en la pared y veía distintas cosas. No sabía que otras personas podían tener también semejantes ideas.
La cuestión es que de a poco empecé a entender. El secreto estaba en combinar las vocales con las otras, a las que yo llamaba “grandes”. Y en esas combinaciones se develaba el misterio. Ahí se escondían las palabras. Recuerdo la sorpresa, lo fácil que me pareció, y una sensación de ¡cómo no lo supe antes! ¡Qué inteligente es mi hermana!
Mis padres comenzaron a comprarme libros. Les decían “los cuentitos”, tenía montones. Me gustaba apilarlos y pararme al lado, cuando la pila fue más alta que yo, sentí que tenía todas las historias. Mis cuentitos tenían dibujos,pegatinas, uno tenía un flequillo pelirrojo. Me lo compraron cuando me llevaron a operar de la garganta en el jeep verde que en ese momento tenía mi papá. Una monja me vino a buscar y yo le pregunté si podía llevar el libro conmigo: claro, me dijo. Y me fui con ella. No recuerdo nada traumático de ese día, todo fue lindo y el cuento era hermoso. Trataba de un nene pelirrojo y pecoso al que le pasaba de todo; en mi jardín había un pelirrojo. Yo adoraba las pecas.
Pasaba mucho rato con mis cuentos, mamá me los leía una y otra vez, y yo me di cuenta de que se los sabía de memoria. Pero no me importaba. Eso sí, no me gustaba que cambiara las palabras, no era lo mismo decir que el lobo estaba hambriento a decir que tenía hambre. La palabra hambriento me asustaba mucho más y le daba más emoción a la lectura.
Uno de mis preferidos: El lobo y los siete cabritos. Ese sí que estaba hambriento, se los comió a todos menos a uno, que fue el que logró salvar a los hermanos. ¡Qué suerte dios mío!Ese libro tenía una particularidad que me llenó de alegría, su diseño era horizontal, no vertical, y ese formato diferente me pareció maravilloso. Sus tapas eran duras y sus ilustraciones impactantes; el lobo tenía unos dientes grandes y le chorreaba la baba, entendí eso de que se le hacía agua la boca. A mí se me llenaba la boca de saliva cuando mamá hacía la pizza los sábados.Los cabritos eran de una ternura e indefensión que si los miraba mucho tiempo sin mirar nada más, me ponía a llorar. Solía ser bastante melodramática y disfrutarlo.Qué delicia sufrir de esa manera.Qué perfecto era el final.Un día di vuelta la tapa del libro y vi que decía algo así como “Títulos de la colección”, yo sabía lo que era el título, el nombre del cuentito, pero ¿qué significaba colección? Inmediatamente lo relacioné con las figuritas con brillantinas de mi hermana. Codiciadas por mí, me regalaba las que le salían repetidas, no recuerdo si teníamos álbum, yo las pegaba en un cuaderno.No encontraba la relación entre la colección de figuritas (así le decía mi hermana a todas sus figuritas), y los cuentitos. ¿Sería algo de los dibujos?Al final le pregunté a mi mamá, ella me lo explicó creo: había varios cuentitos como éstos, pero distintos. Todavía no entendía bien. Pero quise saber de los otros cuentitos, ¿cuántos eran? ¿dónde estaban? Y mamá me dijo que nos íbamos a fijar en una librería. Eso me dio mucha ilusión.Mi papá, que no tenía mucha paciencia, sí la tuvo para contarme todas las combinaciones entre las letras grandes y las vocales. La palabra consonante era muy compleja para mí y mi papá me dijo que por el momento las podía seguir llamando así. Pero que después tenía que aprendérmela, consonantes, y me dijo: fíjate cómo suena la letra grande con cada vocal. La p con la a, pa. De papá.
Leía cada letra que se atravesaba en mi camino, el nombre de las calles, los carteles, el título de las notas de LA RAZON, y mis cuentitos por supuesto. No era difícil, pero tampoco tan fácil. A veces, para cuando terminaba la oración me había olvidado de cómo empezaba. Y volvía a empezar, lo que me mantenía ocupada y entretenida. Pronto leí mejor, y cuando comprendía lo que pasaba en la historia era una verdadera revelación. Iba corriendo a la cocina, o a la máquina de coser (según adonde estuviera mi mamá) y se lo contaba.
Me surgían preguntas: ¿El lobo de los siete cabritos era el mismo de Caperucita? ¿Eran parientes? ¿Dónde viven los lobos? ¿Hay bosques cerca de casa? ¿Hay lobos en los bosques de Ezeiza, adonde a veces íbamos de picnic? Mi papá solía contestar varias preguntas, entre sus lecturas, sin retirar los ojos del diario, o del libro (tenía muchos libros gordísimos en su mesa de noche) con voz monótona, hasta que gritaba: ¡a callar! ¡Ya basta de preguntar todo! Llevate a esta chica de acá. Esa frase me hacía saltar las lágrimas, pero enseguida mi mamá me entretenía con algo, o mi hermana que era buena y paciente me decía: vení, yo te digo. Muchas veces leíamos juntas, ella lo suyo y yo lo mío, en nuestro cuarto, o en el patio en verano, o en el cuarto de estar en invierno, y aunque no hablábamos resultaba una compañía, estábamos haciendo algo juntas.
Todas las noches mi papá ponía arriba de la cómoda de su habitación, pilitas de monedas, y nos daba una pila a mi hermana y una a mí. Nosotras las juntábamos y el sábado a la mañana íbamos a una librería de usados a comprar. El recuerdo es difuso, tengo la luz del lugar, el olor, pero no el nombre ni dónde estaba. Había mesas, altas para mí, pero me subía a una especie de banquito petiso y podía mirar y tocar. ¡No estaba prohibido!No sé si íbamos solas o mi mamá nos acompañaba, o hacía compras en otra parte mientras nos dejaba un rato curiosear por ahí. Lo que sé es que estaba con mi hermana, en un universo nuestro, privado, del que no salimos por mucho tiempo. Entrar ahí nos permitía salir de otros lugares más incómodos, a las dos creo. Pero lo interesante no era lo que dejábamos, sino lo que encontrábamos allí. Mundos, vidas, gente que hacía las cosas de otra manera. Entonces yo pensaba, se puede, se puede. Hay otras formas, hay cosas que no conozco y son buenas.Y armé mis colecciones. Y amé mis colecciones.
Después de los cuentitos, que nunca supe adónde fueron a parar, vinieron los libros sin dibujos. Más largos e importantes. ¡Qué bien me sentí pudiendo entrar en ellos! Porque además, descubrí algo que no había conocido hasta entonces: permanecían junto a mí un tiempo, el que tardaba en leerlo. En ese tiempo yo andaba como voleada, como drogada de la historia que se mantenía por encima de mi cabeza como un nubecita compañera. Y si yo me podía identificar con algún personaje, eso estaba en cada acto, en cada situación vivida.
¿Quién de las mujercitas era yo? ¿Cómo hubiera reaccionado Polly, la niña anticuada? ¿Qué escondía el Sr. Rochester con tanto celo? ¿De dónde salían esos gritos que a Jane Eyre no la dejaban dormir?
¿Qué le hubiera contestado a mi padre Anne la de tejados verdes?La novela me llevaba a cuestas, y me hacía el mundo más liviano, además, estaba más alta, como a dos centímetros del suelo.Un día la señorita Lía, mi maestra de primer grado, sentada en su escritorio, y un grupito de nosotros frente a ella del otro lado del escritorio, nos mostró algo en un libro. No se dio cuenta de que para nosotros el libro estaba al revés, e hizo una pregunta. Yo la contesté, con dificultad al principio, pero algo se me desanudó rápido en la cabeza y respondí enseguida . Ella levantó su blanca cabeza, me miró y me dijo: leíste al revés Patri, muy asombrada y sonriendo pero con los ojos llenos de lágrimas. Vas a poder hacer lo que quieras.
Tenía razón, cuando leo hago lo que quiero.
Patricia Saccomano
Hermoso, tierno, gratificante. Gracias!
ResponderEliminarMuchas gracias por leerlo! Lástima no saber tu nombre, beso grande
EliminarHermoso, tierno, muy movilizante. Gracias!
ResponderEliminarGracias por leer!!!! a quien seas, un beso
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