Monk’ s House en Sussex
Esta es la casa donde vivió sus últimos años Virgina Woolf junto a su marido Leonard.
Acá encontró Leonard la carta de despedida, encima de la chimenea, el 28 de marzo de 1941, que le dejó antes de llenarse los bolsillos de su abrigo de piedras y sumergirse en las aguas del río Ouser. “Enamorada de la muerte”, decía Leonard.
“Quiero decírtelo, aunque todo el mundo lo sabe. Si alguien hubiera podido salvarme, ése habrías sido tú. Lo he perdido todo salvo la certidumbre de tu bondad. No puedo seguir echando a perder tu vida de ese modo”
Leonard se había pasado la mañana trabajando en el jardín, seguro de que Virginia se encontraba en la casa, pero cuando entró lo primero que vio fue el sobre en la chimenea. Ese mismo día, escribió con lápiz en uno de los diarios de bolsillo de Virginia, la palabra “muerta”.
¿Cuánto guarda una casa de quienes fueron sus habitantes?
Esta casa conserva además, diseminadas en el jardín, las cenizas de Virginia.
Me gusta visitar casas, museos, cementerios. No sé si es sugestión, pero puedo sentir la mística que encierran esos sitios. Y siempre, salgo enriquecida de lugares así.
Integrar la lectura de la obra de un autor a su historia personal suele ser revelador, y es sabido cuánto lo es en el caso de Virginia Woolf.
Ella padecía una enfermedad mental, denominada anteriormente psicosis maníaco depresiva y más conocida ahora como trastorno bipolar. Como toda enfermedad mental le traía grandes sufrimientos. Períodos maníacos, de hiperactividad pero donde en realidad es poco lo que se puede hacer, y luego su contrapartida, los períodos de depresión subyacentes a los primeros, donde tampoco es posible hacer mucho. Cómo hizo Virginia para encontrar un hueco por donde escribir, de un modo u otro. Entrelazaba hechos de su vida, disfrazados, en sus novelas y en sus personajes. Un vaivén constante entre realidad y ficción. Una manera de sobrevivir y de lidiar con la locura.
“Después de estar enferma y sufrir todo tipo y variedad de pesadillas y una percepción de inestabilidad exagerada –mientras estaba en la cama solía inventar frases durante todo el día- y de esta manera esbozaba todo lo que creo que ahora, a la luz de la razón, intento poner en prosa”
Virginia recurría a la fantasía, para soportar su realidad, y la transformaba en las historias que escribía.
En su vida también intentaba apaciguar el sufrimiento, pero era poco lo que se podía hacer en esa época con tal dolencia. Ocho años después de su muerte se descubrió que el tratamiento con litio podía ser un paliativo. Pero antes de eso, no había manera de evitar los períodos de crisis.
Leonard supo soportar esto. No me imagino cómo habrá hecho. Cuánto se puede amar a alguien para sostenerlo tantos años, para acompañar, estar, y quedarse, quedarse allí, entregándole su vida.
Virginia, como muchos enfermos mentales, era cruel. La enfermedad no le permite a la persona pensar en el otro, en términos de tenerlo en cuenta, ponerse en su lugar. Es tan grande el dolor centrado en sí mismo que no hay lugar para mucho más. Se puede leer en esa carta de despedida:
“...Si alguien hubiera podido salvarme, ése habrías sido tú...”
Un agradecimiento cargado de ambivalencia y escondidos reclamos, pudiste haberme salvado, pero no lo hiciste. Y a la vez el reconocimiento de la mayor bondad y entrega. Y el deseo de no seguir arruinándole la vida.
Tuvieron un matrimonio cuyo amor trascendía lo terrenal y su realización, es sabido la fobia que tenía Virginia hacia las relaciones sexuales con hombres, había sufrido abuso sexual de parte de sus hermanos por parte de su padre en la infancia, y muchos atribuyen las dificultades sexuales de Virginia a estos hechos. Lo mismo que la relación conflictiva que siempre tuvo con su cuerpo, y las despersonalizaciones que sufría en los períodos de crisis.
Es sabido también la relación apasionada que mantuvo durante años Virginia con la escritora y diseñadora de jardines Vita Sackvillewest, su libro Orlando enmascara esta historia.
Siempre fueron significativos los vínculos que Virginia mantuvo con algunas mujeres. Desde su madre, de quien Virginia dice en sus diarios que nunca estuvo con ella a solas conversando, por ejemplo. Era notoria la predilección que su madre profesaba por los hijos mayores (de su anterior matrimonio). Y cuando ella murió, fue el comienzo de los padecimientos de Virginia.
Su padre, otro personaje impresionante de su biografía (destacado crítico literario e historiador), al morir su mujer, prohibió que se mencionara su nombre en la casa y toda manifestación emocional al respecto. Sólo él podía llorar a gritos delante de sus hijos, reclamarles atención y cuidados, de un modo infantil y enfermo.
Leonard cuenta que en los períodos maníacos Virginia era capaz de estar hablando tres días sin parar y muchas veces la escuchó hablarle a su madre. Quién sabe cuántas cosas le habrán quedado por decir.
Del mismo modo, gran importancia tuvo en su vida su hermana Vanessa, con quien la unía un vínculo apasionado de tintes homosexuales.
Relación que comienza cuando siendo niñas, jugaban debajo de la mesa del cuarto de niños, donde existía un mundo propio (¿anticipo del famoso cuarto propio?); y otro territorio, el jardín, el mundo exterior
“...extensión y misterio de la tierra oscura debajo de la mesa del cuarto de niños”
Virginia le disputaba el cariño que ella le profesaba a su hermano Thoby, fallecido a la edad de 25 años de fiebre tifoidea.
Era tal la devoción que Virginia le tenía, en una carta le escribe a su cuñado, Clive Bell, que la quiera como ella no puede quererla, y que la besara en las partes más hermosas de su cuerpo, especialmente el cuello y el brazo. Ya mayores, Virginia le decía a su hermana qué bueno era que se hubiera apagado un poco su belleza, así ella no tenía que lidiar tanto con sus deseos incestuosos.
Vanessa la visitaba en esta casa de Sussex con sus hijos, y grandes eran los oprobios recibidos cuando tenía que despedirse. Pero Vanessa supo amarla y entenderla tal como era.
A veces no podemos escribir, la escritura propia sufre períodos de silencio, otros asuntos nos ocupan o nos abruman.
A veces pensamos que ni una letra más será capaz de dibujarse en la página en blanco de la computadora, o de nuestros cuadernos o libretas de notas que muchos de nosotros llevamos.
Es sabido el poder sanador, o sublimador, que ejerce la literatura sobre la psiquis. Freud lo decía y estimulaba a sus pacientes a escribir. Escribir sensaciones, sentimientos, situaciones, ideas insistentes, sueños. Esos sueños que tan rápido se escapan si no se hacen letra, y que se disfrazan en el mismo momento en que los escribimos.
Las personas que padecen patologías graves suelen escribir, de manera espontánea, a veces una escritura automática que intenta reproducir lo que ocurre dentro de la cabeza. Ilegible a primera vista, plena de sentido una vez que se le encuentra el hilo escondido.
Qué gran cosa para los que, mejor o peor, con mayor o menor éxito, con más o menos frecuencia, tenemos la posibilidad de escribir sin tanto sufrimiento, sin ese padecimiento mental.
Cuánta admiración y emoción me despierta la obra de arte de pie ante la enfermedad, como una ventana por donde puede entrar el aire y la luz del jardín, una idea reparadora, una realidad transformada.
Me pregunto cuánto de toda su vida y de su obra se respirará en el aire todavía impregnado de Virginia en esta hermosa casa de Sussex.
Patricia Saccomano
No hay comentarios :
Publicar un comentario