martes, 25 de agosto de 2015

ESA ISLA QUE ES LA INFANCIA


 
KARL OVE KNAUSGARD

Por mejores o peores motivos, la infancia siempre tiene algo de isla. Los niños parecen habitar un mundo diferente al de los adultos. Afortunadamente, eso sigue siendo así para muchos niños. Basta verlos jugar, a cualquier edad, pero más cuando son pequeños, y adivinar que la realidad que ellos viven está hecha con otros aditamentos que la nuestra. Pero hay niños y niños, y hay islas e islas. La de Karl Ove Knausgard, es por momentos, la isla del terror, la isla donde se pierde Pinocho y se lo come la ballena. Si uno escribe, no es difícil entender que un día, a este señor se le diera por ponerse a escribir su vida. Una autobiografía en seis volúmenes, que tardó dos años en terminar, y que vendió, sólo en su país, 500.000 volúmenes. Un escritor es un ser vanidoso creo, o con suficiente narcisismo para pensar que lo que vive y le pasa, puede interesarle a otros. Pero no creo que Knausgard haya escrito por vanidad o exceso de narcisismo, creo que no tuvo opción. Creo que o escribía su vida, transformándola en el momento de escribir en otra, en la vida de un Knausgard que al hacerse letra se hacía también otro, o se moría. Vivir para escribir, para respirar. O morir mudo, o escribiendo historias de otros, historias ajenas.

Lo que inaugura esta serie de seis libros es la muerte de su padre, que no llama la atención cuando en este último volumen, uno conoce al padre vivo, al padre joven, al padre que lo aterroriza y de alguna manera marca a fuego todo su accionar, todo su ser. Un padre que se alcoholiza hasta morir, encerrado en la casa de su infancia (otra isla) con su madre, también alcohólica, según descubren luego Karl Ove y su hermano Yngve. Uno podría pensar en la inevitable repetición, en una suerte de cajas chinas donde una historia contiene a la que le sigue. Y no es más que eso lo transgeneracional que nos atraviesa, hasta que alguien pega un salto al costado podríamos decir, y cambia el rumbo. También Karl Ove describe la fascinación por el alcohol cuando comienza a tomar en la adolescencia, el bienestar que proporciona andar borracho, la magia de sentirse así, y sin embargo la posibilidad de ver ahí la marca del padre, y saber que tiene que huir. En todos los libros tiene algo que decir acerca de su relación con el alcohol.

Descubrí a este autor por un suplemento cultural, el de la revista Ñ, no recuerdo bien la nota, pero algo me llamó la atención. Suelo anotar en una libreta los autores que no conozco y por algo que leo me dan ganas de conocer. Cuando fui a la librería ahí estaba Un hombre enamorado, caro, con la foto del autor en la tapa, una especie de hombre lobo torturado me pareció. Había algo en su  expresión, ese hombre no era feliz. Compré el libro y me lo devoré. Es más, quisiera leerlo de nuevo, sin la ansiedad de lo nuevo, sin esa glotonería inicial que nos asalta con algunos autores nuevos. Luego vino la feria del libro y compré, esta vez con interesante descuento, La muerte del padre. Libro que me conmovió en el sentido más fuerte de la palabra. Como si al leerlo, algo de mis cimientos, hubiera temblado. Después vino mi cumpleaños, y mi compañero no dudó en comprarme La isla de la infancia. Antes de escribir esta reseña leí muchas de las críticas publicadas en la web, incluso en la última Ñ salió como artículo principal un reportaje y crítica.

Pero como siempre, es mi experiencia de lectura la que me hace mover el teclado.Yo no soy crítica, soy antes que nada alguien que lee, y parte de un público, tal vez no tan inocente, porque también escribo, pero público al fin.Algo provoca la lectura de Knausgard, algo que encontré como denominador común en muchas de las críticas. Una sed de seguir leyendo, algo del orden de la adicción, algo que podría aplicarse al alcohol (curiosamente) o a otras drogas. Uno quiere más. Quiere saber más, conocer más, leer más. No importan sus largas y detalladas descripciones de cosas banales y poco importantes para la totalidad de la historia. En ese sentido se trata de un escritor detallista, como si quisiera agotar la escritura, exprimirla a fondo, como si tomar un café no es sólo el acto de tomarlo, sino también la taza que lo contiene, el sitio donde se lo toma, la cocina donde se lo prepara, la canilla de donde sale el agua que lava la taza. Una descripción que acumula acciones y precisiones acerca de tal o cual acción.

Al final de La isla de la infancia, Knausgard escribe: “Poco sabía yo que cada detalle de ese paisaje, y cada ser humano que en él vivía, estarían pegados a mi memoria, con precisión y exactitud, como una especie de oído absoluto de los recuerdos”.
“Oído absoluto de los recuerdos”, me parece un hallazgo. Todos escribimos con lo que recordamos, y la infancia es un gran reservorio de materiales para el escritor. Algunos lo sabemos, otros no, pero con más o menos conciencia todos lo usamos, no hay manera de eludirlo.
Sabemos lo que decía Freud de los recuerdos, que son siempre encubridores. Lo que aparece como recuerdo, es otra cosa que lo que realmente ocurrió. Aquella experiencia, quedó perdida para siempre, pero dejó una marca, el recuerdo, que como el sueño, disfraza, según cuánto haya actuado la represión (en los mejores casos) u otros mecanismos. No quiero hacer de esto una clase simplista de psicoanálisis, lo menciono porque ese descubrimiento freudiano me parece fundamental, también para entender cuestiones de la literatura.

Knausgard se sumerge en la vida en la que está hundido, en la cotidianidad más aborrecida (esa que la enfrenta con su propia paternidad en Un hombre enamorado), esa que lo golpea con la muerte de su padre, esa que lo retrotrae a aquel momento inicial, donde con ocho meses de vida es trasportado en un cochecito de bebé a la isla de Trom, donde vivirá con sus padres y su hermano mayor en una urbanización de gente trabajadora. Donde comenzará la escuela, hará amigos, aprenderá a nadar, jugará en sus bosques, en la nieve, en los lagos, pescará, escuchará sus primeros discos, y vivirá con estos padres que marcarán su vida para siempre, su vida como hombre, como padre y como escritor. Porque no se trata sólo de su padre, sino también de esta madre dulce, apacible, pero de alguna manera también endeble y débil que no lo puede proteger de la ferocidad de este padre. Su hermano, figura también fundamental, “quiero a Yngve” dice Karl Ove en algún momento del libro, y se nota. Los hermanos se quieren y se acompañan como pueden, con los celos y la rivalidad fraterna incluida. 
No se puede negar que se trata de un fenómeno editorial a nivel mundial, considerando que sólo en su Noruega vendió medio millón de ejemplares. Traducido a muchos idiomas, viajando por todo el mundo dando a conocer su obra. Algo habrá hecho bien Knausgard en estos libros. Pienso que hay una verdad, que no tiene que ver con la fidelidad de los hechos, es evidente que resulta imposible que Knausgard recuerde cada respuesta a un amigo, cada palabra dicha por su padre o su madre, con esa fidelidad con la que aparece escrito en el libro, como si él estuviera viendo una película de su propia vida y nos la contara. Y ahí está el trabajo del escritor. En plasmar esos diálogos con ese rigor de verdad, verdad que no viene de la veracidad de los hechos, sino de los requisitos de la ficción. Autobiografía que se hace novela, novela de un escritor que se hace otro para poder hablar de sí mismo. Aquí es donde reside, me parece, algo de la eficacia de estos textos, el impulso que nos llega a los lectores, esa corriente casi eléctrica que sentimos al leerlo. Eso, que no queremos que termine. Faltan llegar a Argentina los tres tomos que completan la obra, estarán en curso, no lo dudo dado el gran éxito editorial. Los esperamos ansiosos, para conocer aquello que Knausgard sabe, y al escribirlo, saca de las sombras. Porque él mismo nos dice: “Escribir es sacar de las sombras lo que sabemos”.
Descarnado, lúcido, cruel, sin ocultar sus miserias, así se presenta Knausgard en estos textos, alguien que se equivoca, que sufre, que según el mismo, aunque ahora tenga todo, no es feliz. Alguien que sólo tiene una certeza, necesita seguir escribiendo. Enhorabuena.
Patricia Saccomano


LA ISLA DE LA INFANCIA

MI LUCHA: 3

(Fragmento). Ed. Anagrama


Existen dos fotos de ese gato. En una de ellas está delante del televisor con una pata levantada, en la pantalla hay un nadador al que quiere atrapar. En la otra foto está en el sofá al lado de   Yngve y mío. Lleva un lazo azul alrededor del cuello  ¿Quién le puso ese lazo? Tuvo que ser mi madre. Ella hacía cosas así, lo sé, pero durante los meses en los que he estado escribiendo esto, en esa avalancha de  recuerdos de sucesos y personas que se me ha venido encima, ella está ausente casi del todo, es como si no estuviera, sí, como si perteneciera a uno de esos recuerdos falsos que tienes a través de lo que te han contado, y no por lo que has vivido.
¿A qué se debe eso? Porque alguien había allí, en el fondo de ese pozo que es la infancia, y era ella, mi madre, mamá. Era ella la que nos preparaba las comidas y la que todas las tardes nos reunía en torno a ella en la cocina. Era ella la que compraba, tejía y nos cosía la ropa, era ella la que la remendaba cuando se rompía. Era ella la que acudía con tiritas cuando nos caíamos y nos hacíamos rasguños en las rodillas, fue ella la que me llevó al hospital cuando me rompí la clavícula, y al médico,cuando –algo bastante menos heroico- contraje la sarna. Fue ella la que estuvo fuera de sí de preocupación cuando una niña murió de
meningitis y al mismo tiempo yo me puse malo con un resfriado y tenía la nuca algo tiesa, entonces me metió a toda prisa en el coche y me llevó a Kokkeplassen, con la angustia iluminándole el rostro. Era ella la que nos leía en voz alta y nos lavaba el pelo cuando nos bañábamos, y era ella la que luego nos dejaba pijamas limpios sobre la cama. Era ella la que nos llevaba al entrenamiento de fútbol por las tardes, era ella la que asistía a las reuniones del colegio y la que se sentaba entre los otros padres para hacernos fotos en las fiestas de fin de curso. Era ella la que luego pegaba las fotos en un álbum. Era ella la que hacía tartas para nuestros cumpleaños, y las pastas navideñas y las de cuaresma.
Ella hacía para nosotros todo eso que hacen las madres para sus hijos. Si me ponía malo y ardía de fiebre, era ella la que venía con un trapo frío y me lo ponía en la frente, era ella la que me metía el termómetro en el culo para tomarme la temperatura, era ella la que llegaba con agua, zumo, uvas, galletas, era ella la que se levantaba por la noche y venía a mi cuarto en camisón para ver qué tal me encontraba.Ella estaba siempre allí, lo sé, pero no consigo recordarlo.
No tengo ningún recuerdo de que me leyera, no la recuerdo poniéndome tiritas en las rodillas, ni recuerdo su presencia en una sola fiesta de fin de curso.
¿A qué se debe eso?
Ella me salvó, porque si no hubiera estado allí, yo me habría criado solo con mi padre, entonces me habría suicidado antes o después, de una u otra manera. Pero ella estaba allí, equilibrando la oscuridad de mi padre, yo vivo y el que no viva con alegría no tiene nada que ver con ese equilibrio de la infancia. Yo vivo, tengo hijos y con ellos sólo me he esforzado en una cosa: en que no tengan miedo de su padre. No lo tienen. Lo sé. Cuando entro en su habitación, ellos no se encogen, no miran al suelo, no escapan del cuarto a la primera oportunidad que se les presenta, qué va, si me miran es con indiferencia, y el que me ignoren es algo que me alegra inmensamente. Y si cuando tengan cuarenta años se han olvidado por completo de que yo estaba allí, se lo agradeceré.
Obviamente, mi padre conocía tal situación. El conocimiento de sí mismo no era una de sus carencias. Una noche, a principio de los ochenta, dijo a Prestbakmo que era mi madre la que había salvado a sus hijos. La cuestión es si no fue responsabilidad de ella el que estuviéramos tantos años expuestos a él, a un hombre de quien teníamos un miedo visceral siempre, a todas horas. La cuestión es si basta con equilibrar la oscuridad.
Ella tomó una decisión, se quedó con él, alguna razón tendría. Lo mismo rige para él. Él también tomó una decisión, también se quedó. Así vivieron durante toda la década de los setenta y principio de los ochenta, lado a lado en la casa de Tybakken, con sus dos hijos, sus dos coches y sus dos trabajos. Tenían una vida fuera de casa, otra vida en casa tal y como eran el uno para el otro, y una vida en casa tal y como eran para nosotros. Nosotros, como niños, éramos como perros en una multitud de personas, sólo interesados en otros perros o cosas de perros, no nos enteramos nunca de lo que ocurría allí, encima de nuestras cabezas. Yo apenas sabía cómo era mi padre fuera de casa, porque algo se filtraba para mí, pero nunca le vi ningún sentido. Me daba cuenta de que siempre iba bien vestido, pero no capté la importancia que eso tenía cuando me hice mayor y me encontré con alguno de sus alumnos, fui capaz de verlo en ese papel: un joven profesor, esbelto y bien vestido, que se bajaba de su Opel Ascona, subía con paso decidido a la sala de profesores, dejaba allí la cartera, se preparaba un café mientras intercambiaba algunas frases con sus colegas, se iba a su aula cuando sonaba el timbre, colgaba la chaqueta de pana marrón del respaldo de la silla y echaba un vistazo a la clase, que lo miraba muy quieta. Tenía una cuidada barba negra, brillantes ojos azules, un bello rostro.
Los chicos le temían, era severo, no toleraba nada. Las chicas estaba enamoradas de él, tenía un gran carisma y no se parecía a ninguno de los otros profesores. Le gustaba enseñar y lo hacía bien, cautivaba a sus alumnos cuando hablaba de lo que le gustaba. El poeta Obsterfelder era su favorito. Pero también le gustaba Kinck, y escritores contemporáneos, como Bjorneboe.
En el trato con sus colegas era correcto, pero mantenía siempre las distancias. La distancia estaba en la ropa, pues muchos profesores solían llevar buserrull, esa vestimenta campesina tan típica, y vaqueros, o ponerse el mismo traje durante meses. La distancia estaba en la objetividad y los conocimientos que mostraba. La distancia estaba en su lenguaje corporal, en su porte, en su carisma.
Siempre sabía más sobre ellos que ellos sobre él. Era una regla en su vida, e incluía a todo el mundo, incluso a sus padres y hermanos. O tal vez sobre todo a ellos. Cuando volvía del instituto, se iba a su despacho a preparar las reuniones a las que asistiría por la tarde; era concejal del Partido Liberal, y además formaba parte de varios comités; en un tiempo también se habló de él como posible candidato de su partido para el Parlamento, según decía. Pero que decía no siempre era cierto, manipulaba notoriamente la verdad en el círculo que lo rodeaba, aunque no en su trabajo en el instituto, ni en la política, en esos temas era fiable y honesto. También era socio de un club filatélico de Grimstad y participó en varias exposiciones con sus colecciones. En los meses de verano dedicaba su tiempo a la jardinería, también en eso era ambicioso y perfeccionista, si se puede imaginar algo así del jardín de una casa de una modesta urbanización de la década de los setenta. Ese interés por todo lo que crecía lo había heredado de su madre. Y tal vez fuera de ese tema de lo que más solían hablar, de distintas plantas, arbustos y árboles, y de sus experiencias al
respecto. Sol, tierra, humedad, grado de acidez. Poda, injertos, riego. No tenía amigos, sus relaciones sociales se limitaban a la sala de profesores y a la familia. Visitaba a menudo a sus padres, hermanos y tíos, y ellos lo visitaban a menudo a él. Con ellos utilizaba un tono que a Yngve y a mí nos era ajeno, y  que observábamos por ello con desconfianza.

La vida de mi madre se distinguía en muchos aspectos de la de él. Ella tenía muchas amigas, la mayor parte del trabajo, pero también de otros ambientes, en especial del vecindario. Con ellas charlaba, o “cacareaba”, como solía decir mi padre, fumaba y comía bizcochos que ellas mismas habían preparado, o hacían punto dentro de esas nubes de humo de tabaco tan frecuentes en los salones de la década de los setenta. Le interesaba la política, estaba a favor de un estado
fuerte, una buena sanidad pública, igualdad de derechos para todos seguramente se relacionaba con el movimiento de mujeres y el de la paz, supongo que estaría en contra del capitalismo y el creciente materialismo, y que simpatizaría con el movimiento ecologista. El Futuro en Nuestras Manos de Damman, en suma, sería de izquierdas.
Ella misma dijo que entre los veinte y los treinta años se encontraba en una especie de estado de hibernación, entonces todo era cuestión de trabajo, niños y conseguir la vida que se había propuesto, la economía era precaria, había que luchar para que funcionara, pero cuando cumplió los treinta, volvió a descubrirse a sí misma y la sociedad de la que formaba parte.
Mientras mi padre raramente leía más de lo que estaba obligado a leer, ella tenía un auténtico interés por la literatura. Ella era idealista, él era pragmático, ella meditaba, él era práctico.
Nos educaron entre los dos, aunque yo nunca lo viví así, siempre distinguía bien entre ellos, y los concebía como dos seres separados del todo. Pero para ellos tenía que ser diferente. Por las noches, mientras nosotros dormíamos, ellos estaban arriba charlando sobre los vecinos, los colegas, o nosotros, sus hijos, si no discutían de política o literatura. Alguna que otra vez se fueron de viaje los dos juntos a Londres, al valle del Rin, o a la montaña, en esos casos Yngve y yo nos quedábamos con nuestros abuelos paternos o maternos. En lo referente a tareas domésticas había más igualdad entre ellos que entre los padres de mis compañeros; mi padre; mi padre fregaba y cocinaba, lo que no hacía ninguno de los demás padres; estaba también toda esa cosecha de víveres a la que se dedicaban en esa época, todo el pescado que él pescaba en la parte de la isla que daba al mar abierto, y esos cientos de kilos de toda clase de bayas que cogíamos durante excursiones que hacíamos al interior del país en verano tardío y el otoño, con las que luego hacíamos zumos y mermeladas que metían en frascos y botellas y que durante todo el invierno se almacenaban en los estantes del sótano, suavemente incandescentes a la luz del ventanuco de lo alto de la pared. Frambuesas, moras, arándanos, arándanos rojos y frambuesas árticas, ante las que mi padre era capaz de gritar de entusiasmo cuando las encontraba. Endrinas para vino. Además, pagaban por coger frutas en campos de Tromoya, por ejemplo manzanas, pasas y ciruelas. Luego estaba el cerezo del tío de mi padre, Alf, que vivía en Kristiansand, y obviamente los frutales de mis dos abuelas. Nuestros días eran estructurados y claros, los domingos había comida dominical con postre, los días laborales solía haber pescado en distintas formas y variantes. Siempre sabíamos a qué hora iríamos al colegio al día siguiente, y qué asignaturas nos tocaban. Tampoco lo que ocurría por las tardes carecía de planificación, dependía mucho de la temporada: si nevaba o el lago estaba helado, entonces lo importante eran los esquís y los patines.
Cuando la temperatura del mar subía por encima de los quince grados, había que bañarse. El único factor realmente imprevisible en esa vida que pasaba de otoño a invierno, de primavera a verano, curso tras curso, era mi padre.
Le tenía tanto miedo que soy incapaz, incluso con el mayor de los esfuerzos, de recrearlo; los sentimientos que tenía hacia él no he vuelto a tenerlos nunca, ni siquiera de lejos. Sus pasos en la escalera, ¿venía a mi habitación? La ferocidad de sus ojos. El gesto de la boca, los labios que se separaban descontrolados. Y luego su voz.Estoy a punto de echarme a llorar aquí sentado, escuchándola con mi oído interior.
Su ira llegaba como una ola y atravesaba la habitación, golpeándome una y otra vez, para luego retirarse. Después podía haber paz y tranquilidad durante varias semanas. Y sin embargo, no había paz y tranquilidad, porque la ola igual podía llegar al cabo de dos minutos que de dos días. Llegaba sin previo aviso. De repente aparecía iracundo. Si entonces nos pegaba, no importaba, era igual de horrible cuando me retorcía la oreja, me apretaba el brazo o me arrastraba
hasta algún sitio para obligarme a mirar lo que yo había hecho, no era el dolor lo que temía, era a él, su voz, su cara, su cuerpo, esa rabia que emanaba, eso era lo que yo temía, y ese miedo nunca me abandonó, estuvo presente en todos los días de mi infancia.
Después de cada enfrentamiento, me quería morir. Una de mis mejores y más entrañables fantasías era que me moría. Entonces sería peor para él. Entonces se quedaría pensando en lo que había hecho. Entonces se arrepentiría. ¡Ay, cómo se arrepentiría! Me lo imaginaba retorciéndose las manos de desesperación mirando al cielo, ante el pequeño ataúd en el que yo yacía, con mis dientes salidos, incapaz ya de pronunciar la “r”.
¡Qué dulzura había en esa imagen! Era como para ponerme otra vez de buen humor. Así era en la infancia, la distancia entre lo bueno y lo malo era mucho más corta de lo que es para un adulto. Bastaba con asomar la cabeza por la puerta , y ocurría algo fantástico. Subir hasta B-Max y esperar  el autobús era en  sí un evento, aunque fuera algo que se repitiera cada día durante  variosaños. ¿Por qué? No tengo ni idea. Pero cuando todo relucía de humedad, los botines se me habían ablandado con el aguanieve del asfalto, la nieve del bosque estaba blanca y hundida, y nosotros nos habíamos reunido en círculo para charlar o jugar, o corríamos detrás de las chicas para ponerles la zancadilla, quitarles el gorro o simplemente tirarlas a un montón de nieve y sentir a alguna de ellas cerca de mí, rodeándoles la cintura con los brazos con todas mis fuerzas, tal vez la de Marianne, tal vez la de Siv, tal vez la de Marian, porque siempre había una por la que sentía más aprecio, o en la que pensaba más que en las otras, entonces mis nervios vibraban, entonces mi pecho hervía de alegría. ¿Por qué? Ah, por la nieve mojada. Por las cazadoras mojadas. Por todas esas chicas tan guapas. Por el autobús escolar, que llegaba tintineando con sus cadenas. Por el vaho en las ventanas cuando entrábamos, por nuestros gritos y voces, porque Anne Lisbet estaba allí, tan alegre y tan bonita, con el pelo tan negro y la boca tan roja como siempre.


(….)LA ISLA DE LA INFANCIA                         Karl Ove Knausgard

1 comentario :

  1. Hoy, de tarde, que la librería (y mi billetera) se preparen!!! Gracias!!!

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