Recuerdo
cuando estaban construyendo mi casa y trajeron el marco que iba a
constituirse en paño fijo. Me pareció enorme. Un marco de madera
ancho donde luego pusieron un doble vidrio térmico.
No
se abre, no es una ventana, es una manera de que el jardín entre a
la casa a través del descanso de la escalera. Por ese vidrio se ven
los árboles, el cielo, el verde del jardín, y la casa de atrás.De
día entra el sol y la claridad, y de noche, toda la noche.
Fue
el viernes. Todos dormían. Yo también pensaba dormir, pero me quedé
prendada de lo que vi. La casa de atrás iluminada formaba una especie
de cuadro viviente enmarcado en mi paño fijo. Veía con nitidez el
living y la cocina donde el televisor encendido emitía una luz
plateada, intermitente.
Mis
vecinos son una pareja de hermanos, de poco más de veinte años,
pero todavía, en cierta forma, adolescentes. Viven solos. Me caen
simpáticos, a pesar de la música a todo volumen a cualquier hora,
las cajas de pizza acumuladas en la puerta y la perra que se empecina
en visitarme por un hueco del cerco que separa nuestros jardines. Nos
vemos poco, más en verano tal vez, cuando coincidimos regando o
tomando fresco. La casa cobra vida de noche, momento en que la música
anuncia la llegada de amigos.
Él
prefiere la música pesada y también un grupo mejicano que me gusta
bastante. En cambio ella se vuelve loca por la música melódica, es
su infaltable compañía cuando se le da por hacer limpieza. Pero el
viernes era música metálica, rítmicamente arrítmica. Envuelta en
la oscuridad de mi casa me quedé mirando. Él, con el torso
descubierto, bailaba junto a un amigo que a pesar del frío y la
ventana abierta también tenía el torso desnudo. En el sillón, de
espaldas a mí, otro amigo, completamente vestido -incluso con su
campera de jean- miraba, inmóvil.
Tan
blancos los torsos, todavía con algún resabio infantil, se
bamboleaban, oscilantes, rozándose apenas, iban y venían. Ambos
llevaban pantalones oscuros lo cual daba un efecto de anulación de
los cuerpos de la cintura para abajo.Sólo dos torsos desnudos
bailándose, emitiendo señales. Los muchachos reían y cantaban la
música sin letra, agitando los brazos, ondulando los vientres
planos, en una especie de conversación implícita.
El
otro seguía mirando mientras fumaba un cigarrillo y bebía algo que parecía
cerveza. No podían verme, pero no me quedé por eso.
De
a poco empecé a tener la sensación de ver de frente la soledad. Los
chicos parecían ajenos al movimiento de sus cuerpos. Podía verles
bien las caras, su amigo se ponía y quitaba -con una alternancia
pareja a lodestellos del televisor- un par de anteojos oscuros.Mi
vecino tomó dos veces el teléfono, como iniciando el gesto de
llamar a alguien a la vez que reía, y eso iba sucediendo mientras
continuaban bailando, revelándose en pendulaciones lentas y
acompasadas, ajenos a cualquier otra cosa. Dos torsos en la noche,
que algo, estoy segura, intentaban decirse. Tal vez un pedido, eso,
como un ruego. No
podía ver la cara del otro, que como yo, los miraba. Ellos parecían
ignorarlo. Todo ignoraban ese par de troncos fluctuantes. Mis
ojos recorrieron los muebles de la casa iluminada, sillones con tapizados
vetustos y descoloridos, una lámpara enclenque, dos o tres cuadros
inclinados, el papel de las paredes amarillento y levantado en los
bordes, la araña anacrónica y absurda. Restos de otra época,
testigos mudos.No
esperaba que ocurriera nada más. Todo tenía que ver con una especie
de desolación, de desamparo. Dos pedazos de cuerpos solos, pálidos,
meneándose, vacilando en encontrarse . En
un momento él miró hacia el frente y yo me acordé de mí. Pero no me
veía, ni siquiera me miraba. No porque las luces de mi casa
estuvieran apagadas, nada existía en su horizonte. Aunque ese gesto
denunció que yo también podía convertirme en blanco de
miradas. Fue un momento corto, casi evanescente, pero de ninguna
manera mínimo. Los torsos persistían en su vaivén.
Me
fui a dormir pensando qué imágenes se filtrarían hacia ellos a
través de mi paño fijo, las noches que mi casa permanecía
iluminada. Al fin me dormí.
Cuando
desperté, no pude bajar sin antes detenerme a contemplar una vez más
lo que ese vidrio dejaba entrar en mi vida. Lo que de nuevo volvía a
ser fijo: el jardín, los árboles, el cielo, el sol que empezaba a
calentar y en la casa de atrás sólo la luz titilante del televisor,
todavía encendido.
Patricia
Saccomano
Del libro Estar
ahí, Alción Editora, 2005
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