lunes, 7 de septiembre de 2015

PAÑO FIJO

Después del último cigarrillo apagué todas las luces y subí a acostarme. Al salir del baño vi luz en la casa de atrás. En el pequeño pasillo que une los dos cuartos, apoyada sobre la baranda de la escalera me quedé mirando el cuadro que tenía enfrente.
Recuerdo cuando estaban construyendo mi casa y trajeron el marco que iba a constituirse en paño fijo. Me pareció enorme. Un marco de madera ancho donde luego pusieron un doble vidrio térmico.
No se abre, no es una ventana, es una manera de que el jardín entre a la casa a través del descanso de la escalera. Por ese vidrio se ven los árboles, el cielo, el verde del jardín, y la casa de atrás.De día entra el sol y la claridad, y de noche, toda la noche.
Fue el viernes. Todos dormían. Yo también pensaba dormir, pero me quedé prendada de lo que vi. La casa de atrás iluminada formaba una especie de cuadro viviente enmarcado en mi paño fijo. Veía con nitidez el living y la cocina donde el televisor encendido emitía una luz plateada, intermitente.
Mis vecinos son una pareja de hermanos, de poco más de veinte años, pero todavía, en cierta forma, adolescentes. Viven solos. Me caen simpáticos, a pesar de la música a todo volumen a cualquier hora, las cajas de pizza acumuladas en la puerta y la perra que se empecina en visitarme por un hueco del cerco que separa nuestros jardines. Nos vemos poco, más en verano tal vez, cuando coincidimos regando o tomando fresco. La casa cobra vida de noche, momento en que la música anuncia la llegada de amigos.
Él prefiere la música pesada y también un grupo mejicano que me gusta bastante. En cambio ella se vuelve loca por la música melódica, es su infaltable compañía cuando se le da por hacer limpieza. Pero el viernes era música metálica, rítmicamente arrítmica. Envuelta en la oscuridad de mi casa me quedé mirando. Él, con el torso descubierto, bailaba junto a un amigo que a pesar del frío y la ventana abierta también tenía el torso desnudo. En el sillón, de espaldas a mí, otro amigo, completamente vestido -incluso con su campera de jean- miraba, inmóvil.
Tan blancos los torsos, todavía con algún resabio infantil, se bamboleaban, oscilantes, rozándose apenas, iban y venían. Ambos llevaban pantalones oscuros lo cual daba un efecto de anulación de los cuerpos de la cintura para abajo.Sólo dos torsos desnudos bailándose, emitiendo señales. Los muchachos reían y cantaban la música sin letra, agitando los brazos, ondulando los vientres planos, en una especie de conversación implícita.
El otro seguía mirando mientras fumaba un cigarrillo y bebía algo que parecía cerveza. No podían verme, pero no me quedé por eso.
De a poco empecé a tener la sensación de ver de frente la soledad. Los chicos parecían ajenos al movimiento de sus cuerpos. Podía verles bien las caras, su amigo se ponía y quitaba -con una alternancia pareja a lodestellos del televisor- un par de anteojos oscuros.Mi vecino tomó dos veces el teléfono, como iniciando el gesto de llamar a alguien a la vez que reía, y eso iba sucediendo mientras continuaban bailando, revelándose en pendulaciones lentas y acompasadas, ajenos a cualquier otra cosa. Dos torsos en la noche, que algo, estoy segura, intentaban decirse. Tal vez un pedido, eso, como un ruego. No podía ver la cara del otro, que como yo, los miraba. Ellos parecían ignorarlo. Todo ignoraban ese par de troncos fluctuantes. Mis ojos recorrieron los muebles de la casa iluminada, sillones con tapizados vetustos y descoloridos, una lámpara enclenque, dos o tres cuadros inclinados, el papel de las paredes amarillento y levantado en los bordes, la araña anacrónica y absurda. Restos de otra época, testigos mudos.No esperaba que ocurriera nada más. Todo tenía que ver con una especie de desolación, de desamparo. Dos pedazos de cuerpos solos, pálidos, meneándose, vacilando en encontrarse . En un momento él miró hacia el frente y yo me acordé de mí. Pero no me veía, ni siquiera me miraba. No porque las luces de mi casa estuvieran apagadas, nada existía en su horizonte. Aunque ese gesto denunció que yo también podía convertirme en blanco de miradas. Fue un momento corto, casi evanescente, pero de ninguna manera mínimo. Los torsos persistían en su vaivén.
Me fui a dormir pensando qué imágenes se filtrarían hacia ellos a través de mi paño fijo, las noches que mi casa permanecía iluminada. Al fin me dormí.
Cuando desperté, no pude bajar sin antes detenerme a contemplar una vez más lo que ese vidrio dejaba entrar en mi vida. Lo que de nuevo volvía a ser fijo: el jardín, los árboles, el cielo, el sol que empezaba a calentar y en la casa de atrás sólo la luz titilante del televisor, todavía encendido.
Patricia Saccomano

Del libro Estar ahí, Alción Editora, 2005

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