Se murió a la edad de Cristo porque era medio santa. Se murió porque una persona como ella no podía sobrevivir entre los humanos. Se murió porque ella no era de este mundo. Se murió porque no pudo contra esa manga de roñosos que no lo querían al general, ni a la República. No se murió, pasó a la inmortalidad, como dijeron en la radio. Todo esto decía su madre, como recitándolo, como escribiéndolo con la voz. Sin dudar, y con una elocuencia lo decía, que nadie, nunca, se atrevió a cuestionarlo, ni siquiera los que, ella sabía, odiaban a la señora. Ella tendría cinco o seis años cuando la conoció. Cuando la vio, cerquita, y le tocó apenas la mano, tibia y suave, y sintió eso, como si pasara junto a ella una mariposa. Fue cuando pudieron llegar hasta el club social, después de caminar más de una hora, hacer la cola y acercarse al camión donde la señora les entregaba juguetes a ellos, los hijos de los descamisados, de sus grasitas. Cinco, a lo sumo seis años, ¿qué tanto se puede entender a esa edad? Desde siempre, ella venía escuchando a su madre hablar de la señora. Y algo entendía. Como si la conociera, como si supiera cada una de sus motivaciones, con una devoción profunda, sincera e infinita, hablaba de la señora. Desde siempre. Era estar en el gallinero y por cualquier cosa brotar en la boca de la madre: la señora conoce cómo es la vida (y ella ya sabía que la señora era la rubia, con el pelo para atrás, que estaba en una foto en la cómoda del dormitorio de los padres), porque no nació en cuna de oro, bien pobre, como nosotros, allá en los Toldos. Y solita, corajuda, a los quince años se fue a la Capital, a probar suerte como actriz y cantante. Y ahí tenés, y ahí tenés lo que pasa cuando uno sabe lo que quiere y lucha por conseguirlo. Fascinada, una y otra vez, le contaba la misma historia. Con el tarro del agua de las gallinas en una mano y un puñado de maíz en la otra, la madre erguía su enorme cuerpo asoleado y encerrado en el batón, y parecía ponerse todavía más alta cuando hablaba de la señora.
Una pibita era, ¿entendés?, como la Esther sería, y ahí andaba, de radio en radio, pidiendo trabajo, sin sentir vergüenza, porque vergüenza es robar. Eso no se lo olvide nunca m’hijita. Y así, desde muy chica, la señora, a ella, le entró por la oreja. Porque la madre la quiso de entrada. Ella después lo entendió mejor, supo que a la señora se la amaba o se la odiaba, no había medias tintas. Así que cuando llegó ese día, un día como cualquier otro, en que ella se entretenía afuera, asustando a los bichos bolitas con una rama, quitándoles a las hormigas las hojas que con tanto trabajo llevaban sobre sus cabezas, supo que algo importante iba a pasar. El vestido blanco, ese que le había pasado la Yoli y que usaba para los cumpleaños y los bautismos, impecable y almidonado era sostenido por la madre, que con un gesto, le mandó que se lo pusiera. No recordaba que fuera el cumpleaños de nadie y no era domingo tampoco, ni el santo de ninguno de los hermanos. Pero hizo caso. Se lavó con el agua de la bomba, se secó, desenredó su pelo largo y oscuro, y se puso el vestido y los zapatos guillermina. No, nada de zapatos, dijo su madre, que hay que caminar. Y le alcanzó las zapatillas de lona blanca, que le había lavado con sal el día anterior. Ella no tenía idea de adónde iban cuando apareció su hermano Manuel, sonriendo, guiñándole el ojo, llenándola de besos. Yo te voy a hacer un ratito a upa, no te preocupes, le dijo al oído. Y los tres, sólo ellos tres, porque el padre en el campo y los demás por ahí, salieron para el club.
II
La memoria tiene sus caprichos. Parece guardar con celo sólo aquello que puede con el tráfago del tiempo. Y aquel día pudo. Aunque ella no se explica qué es lo que pasa con ese recuerdo. No se lo explica ahora, que el recuerdo lleva más de cincuenta años guardándose en ella. Claro que no siempre del mismo modo. Al principio podía evocarlo con nitidez, sin esfuerzo alguno, en cualquier momento. Si estaba triste, si le faltaban las fuerzas, se le ocurría recordar, y allí aparecía la señora con aquel sombrero enorme, una especie de capelina para resguardarse del sol, con la piel tan blanca y tersa, sin una sola arruga. Su piel, por ejemplo, ya no es la de antes. Ella tiene la sensación de que el recuerdo envejece a su lado. Sin embargo, la que al principio fuera una mujer inalcanzable, de belleza perturbadora, se ha convertido ahora en una chica de menos de treinta años, que bien podría ser su hija. Cuando ella era muy joven, en cambio, el recuerdo respiraba por sí mismo, y la señora volvía a surgir cuantas veces fuera evocada, entre la multitud, impecable, sonriente, con esa belleza que lastimaba un poco, que era como mirar al sol de frente. El recuerdo le obedecía. Entonces el pelo dorado, entonces esos ojos que la miraron así, y esas manos tan blancas que al entregarle la muñeca apenas la rozaron, como una mariposa aleteando cerca. Era nomás desearlo, que la imagen, sumisa, volvía. Hasta que el tiempo se hizo más despiadado, y sin que ella pudiera evitarlo, el recuerdo se llenó de imperfecciones. Aunque se resiste a que lo trague el olvido. Y a veces regresa, sorpresivamente, más parecido a lo que fue en su origen. Como si conservara un núcleo de pureza inextinguible.
III
En casa faltaba de todo, mirá si nos iban a comprar juguetes, me dice. Una muñeca rubia como ella, con los ojos que eran dos bolitas de vidrio, me regaló. Una muñeca que ahora era mía, mía y de nadie más. ¿Entendés? Era la primera vez que tenía algo que no había sido antes de otro. Yo la estrenaba. La Yoli me regalaba algunos juguetes: osos mancos, muñecas sin piernas, cacerolas sin tapa, tazas de metal cachadas, puras porquerías. En cambio la señora nos daba cosas nuevas, para nosotros, los chicos que no teníamos, los pobres. Con ella, pobre, dejó de ser mala palabra. Cuando me lo cuenta, algo de aquel día vuelve a sus ojos, y me parece que yo también puedo verlo. Y entonces la entiendo un poco más. Y me olvido de que ella conoció a la señora, y que yo quiero preguntarle cómo era, y si de verdad parecía una reina. Y sólo me entrego a escuchar lo que ella quiere contarme. Dice que el vestido que tenía puesto era tan hermoso, que eso lo recuerda bien porque le llamó la atención la tela y que su madre dijo después que era una clase de seda, porque recuerda bien que era la primera vez que escuchaba esa palabra: seda. Que el pelo era algo impresionante, que nunca volvió a ver en su vida, a una mujer tan bien peinada. Que su cintura era angosta y que toda ella, exhalaba un hálito de paz. Como si tuviera un aura. Y que, a ella, eso la hacía acordar a la estampita de la virgen de Fátima. Por más chica que fuera, cinco o seis años, no más, ella recuerda bien los rasgos de la señora. La nariz un poco larga, los ojos bien oscuros, la sonrisa, tan linda, tan para mirarla sin cansarse. Y cuando la miró, dice que cuando la miró, como una electricidad le corrió por el cuerpo. Todavía conserva la muñeca. Es ésa, descolorida y con poco pelo, que descansa entre los almohadones de su cama desde hace más de cincuenta años.
IV
En esa época la vida era muy distinta a ahora, me dice. Nosotros desde chiquitos sabíamos que éramos pobres, que habíamos nacido pobres y que así íbamos a morirnos. Nadie tenía mucha chance de salir de eso. Salvo que, no sé, te casaras con uno de los estancieros, pero mirá si los estancieros se iban a fijar en nosotras, a ellos les gustaban las de la Capital. Pero cuando la señora empezó a trabajar al lado del general, cambiaron muchas cosas para la gente como nosotros. Y mirá, con decirte, que por primera vez los patrones tuvieron que dar vacaciones, aumentar el sueldo, permitir un rato para el almuerzo. Todo eso lo sé, primero por mi vieja, que se encargó bien de contármelo. Y después porque lo vi con mis propios ojos. Mi padre, por primera vez desde que había venido del campo, pudo subirse a un tren para ir a visitar a su familia, porque por primera vez, tuvo vacaciones. Por eso la señora fue tan importante para nosotros, ¿entendés? ¿Tenés una idea de que gracias a ella las mujeres votamos? Que se ocupaba de los pibes, de los viejos, de las madres solteras. Ella sabía imponerse al general para defendernos. ¿Y sabés por qué? Porque ella era una de nosotros, no importa que después se pusiera joyas y tapados de piel. Muchos se agarraron de eso para criticarla, para decir cualquier pavada, y eso qué tiene que ver, ¿o vos ves a alguno ahora, que viva en un departamentito de dos ambientes o que ande con los zapatos gastados? ¡No, qué vas a ver! Los de ahora veranean en Punta del Este, como si acá no tuviéramos buenas playas. Ella por lo menos, se rompió toda para que las cosas cambiaran. Yo de chica no sabía lo que era un juguete, o un vestido nuevo, hecho exclusivamente para mí. Si ni siquiera podía terminar la escuela, empezaba en marzo y cuando venía la cosecha, todos para el campo, a juntar maíz, y ahí, ya después no podía retomar, porque cuando volvía no entendía nada. Por eso ese día no me lo olvido más. ¿Te conté cómo fue? Y aunque me lo contó muchas veces, le digo que no.
V
Dice que la madre también se había puesto lo mejor que tenía, hasta un sombrerito, que le quedaba ridículo, porque la vieja siempre fue grandota, ¿y sabés lo que parecía con ese sombrerito?, y se ríe. Dice que, además, estaba nerviosa, como alterada, no, más que de costumbre, pero unos nervios de alegría, de excitación, porque iba a conocerla seguramente. Y había que caminar más de una hora. No, los vecinos, los que tenían un carro o algo para trasladarse ya estaban todos ocupados, yendo para el polideportivo. Algunos, desgraciados, hasta te cobraban por llevarte. Mi vieja era muy orgullosa y no iba a andar pidiendo ni que se muriera. Para colmo hacía calor, 23 de diciembre del ’48, al otro día era noche buena, por eso venía en un camión lleno de juguetes que nos había dejado Papá Noel, y que ella nos repartiría. Para mí, Papá Noel, en ese momento, era inalcanzable, en el barrio siempre había alguno que se le daba por ponerse una barba blanca y trepar por los techos, pero los disfraces eran tan malos que yo desconfiaba. Este Papá Noel tiene los bigotes negros como el padre del Tito, y mi papi me miraba y se reía, mirá lo que dice la nena vieja, ¡ésta se avivó! Por eso, cuando escuché Papá Noel (que la señora nos iba a dar los juguetes que a ella le había dejado Papá Noel debe haber dicho mi vieja), yo sólo escuché Papá Noel. Por eso, al principio, para mí fue una desilusión. ¿Sabés lo que es caminar una hora por el campo, al rayo del sol, cerca del mediodía? Y eso que mami había llevado agua, y Manuel me cargó casi todo el tiempo en brazos, no sé cómo hizo pobre, porque yo ya era pesada. En el camino la vieja nos contaba cosas de la señora. Lo que seguí escuchando durante años. Que era la abanderada de los humildes, que eso quería decir que nos guiaba, que era una más de nosotros, que nos representaba, que iba a sacar la cara por nosotros, que nos defendería. Que era una persona muy especial, porque imagínense, dejar todo, la fama, las películas, los romances, todo ese mundo de las artistas, para meterse en la política, codo a codo con el general a dar órdenes, a luchar por los derechos de la mujer, para que podamos votar, para que no nos caguen los ricos, como fue siempre, desde que yo era chica. Manuel me hacía morisquetas y me daba risa. Yo no entendía qué tenía que ver todo lo que decía mami con Papá Noel. Al fin empezaron a aparecer las casas del centro, y cruzamos al otro lado de la ruta, y de lejos vimos la gente, una multitud, haciendo la cola para entrar en el polideportivo. Y yo miraba si por algún lado veía el traje rojo de Papá Noel, pero nada. Nos pusimos al final, y Manuel empezó a rezongar: para esto caminar tanto, seguro que no podemos ni verla, ¿hasta qué hora va a tener que quedarse? Mirá toda la gente que hay. No seas así, dijo mi madre, vas a ver que la señora nos va a saludar a todos. Y tuvo razón. Después de esperar, qué sé yo cuánto, horas, llegamos y la vimos.
VI
Esta es la parte que más le gusta contar. Se prepara, cambia la expresión, hasta la postura en la que está sentada. Es como si su cuerpo se preparara para un acontecimiento. Y entonces empieza diciéndome que en el pueblo no había muchas mujeres rubias. Siempre hay alguna que se tiñe, sabés, pero en esa época y donde yo vivía, no se veía tanto. Y eso fue lo primero que me llamó la atención, porque si bien ella no era rubio natural, todo el mundo lo sabe y además están las fotos de jovencita, era como si hubiera tenido que nacer rubia y alguien se equivocó de color a último momento. El sol le daba en la cara, y aunque llevaba un sombrero enorme y divino, que le hacía juego con el vestido, el pelo le brillaba. Y la piel, es cierto, ¿viste que todo el mundo dice que tenía una piel como de porcelana? No, no era así, para mí era más bien como una seda, pienso ahora, algo tan suave, lisito, que al mirarlo daba la sensación de ser muy lindo de tocar. Y qué sonrisa, parecía que un foco la seguía continuamente, era una mujer que tenía luz propia, en serio, aunque parezca una exageración, te aseguro que era así. Toda ella soltaba una energía que podía percibirse en el aire, con sólo estar cerca, era como un hechizo, no había manera de quedar a salvo de eso. Imaginate lo que fue ese momento, la gente gritaba, algunos lloraban, a mi vieja las lágrimas le mojaban los cachetes colorados, y Manuel, aunque se hacía el machito, tenía los ojos brillosos y le temblaban las manos. Todos querían tocarla, mirarla, ser mirados por ella, darle un beso. Yo era chica, pero me acuerdo lo que sentí estando ahí, lo demás, como te conté, va cambiando, los detalles, a veces me acuerdo de una cosa, después de otra y no sé si con los años uno se pone a inventar para rellenar lo que olvida, pero lo que no me puedo olvidar nunca fue lo que sentí. Algo en el cuerpo, una emoción acá. Cuando me llegó el turno, Manuel me alzó bien para llegar al camión, que era bastante alto, tome princesita, para usted, me dijo y me dio la muñeca, y al dármela me rozó un poquito la mano y a mí me corrió un escalofrío. Mi vieja se trepó como pudo y le dio un beso, ella se dejaba, a nadie le quitaba la cara, a pesar del calor y de la multitud, se la veía fresquita, como recién arreglada. Habrá durado menos de un minuto el contacto con ella, porque rápido pasaba a otro y a otro y a otro más. Hasta ese día yo no supe que en mi pueblo hubiera tanta gente.
VII
Ya pasaron casi sesenta años. ¿Te das cuenta? Casi toda mi vida. Y sin embargo, ya ves, esto me debe haber marcado, porque no me lo olvido más. Es algo que está ahí, pegado a mi infancia, me dice. Y después de todo lo que pasó en este bendito país, qué querés que te diga, yo no sé si ella fue una santa como dicen muchos, pero que hizo cosas, las hizo. Y creo que si tuvo soberbia, como también dicen, lo pagó bien caro, con su propia vida lo pagó. No es la primera vez que me habla de esto, pero sí, es la primera vez que no está su marido, para retrucarle con una cantidad de argumentos, que lo que ella piensa es lo que la madre (que era una peronista recalcitrante) le metió en la cabeza. Entonces esta mujer que fue esa nenita a la que la señora le regaló por primera vez una muñeca, me habla con otra libertad. Tenía veintinueve años nada más, y yo la veía como una señora grande, hecha y derecha ¿entendés? Apenas cuatro años antes de morirse. Si alguien hubiera dicho ese día, que la señora se iba a morir en cuatro años, nadie, te aseguro que nadie lo hubiera creído. Derrochaba salud. Tan hermosa, tan sonriente. Cuando se enfermó, fue una tristeza muy grande en mi casa, y ni te digo cuando murió, yo creí que a mi mamá iban a tener que internarla en un manicomio. Al principio no se sabía, claro, no iban a decir que la señora estaba enferma y que no había nada que hacer y que se iba a morir. El periodismo escondía todo, pero el general tenía una amargura que no podía disimular, y ella estaba cada vez más flaca, más pálida, más lejos de la que había sido. ¿El día que se murió? ¿Cómo no me voy a acordar? Yo tenía diez años y en casa andábamos un poquito mejor, por eso estaba yendo a la escuela todos los días. Tenía mi guardapolvo, mi cuaderno, mis amigas, todo eso me hacía muy feliz. Mi madre, que siempre fue de tener premoniciones, anduvo rara toda esa semana, desganada, rezando como una enloquecida, prendiendo velas, se va... se va... repetía. Mi padre andaba por el campo trabajando con los mayores, menos Manuel, que se quedaba a cuidarnos, y nosotros, los más chicos, estábamos con mami en la casa. Después del colegio, yo iba a lavarle el patio a una viejita que vivía cerca de la estación, y así me ganaba unos pesos. A casa habré llegado un poco antes de las siete de la tarde, cuando ya era de noche, porque estábamos en julio, era un día nublado, iba a llover. Me acuerdo porque mientras lavaba el patio pensaba qué sonsa Doña Marta que me hacía lavar el patio cuando se veía que en un rato, o a lo sumo al día siguiente, se largaría a llover y se ensuciaría todo de nuevo. Cuando llegué, mi madre tomaba mate y escuchaba la radio, la foto de la señora, una grande que había en la cocina, tenía una velita encendida desde hacía varios días; al lado, pegadas, estampitas de todos los santos que te puedas imaginar, especialmente de Ceferino, que todavía no es santo pero al que mi vieja le tenía mucha fe. Estaba sola, a mis hermanos más chicos los había dejado en lo de doña Celia. Me miró y me dijo: se muere, lo siento acá, vení, rezá conmigo. Y me puse a rezar, para acompañarla. Me contó que a las cinco de la tarde habían dicho que la señora estaba peor de salud, que a las seis dijeron que estaba grave, y a las siete, escuchamos juntas que la señora estaba muy grave y que había perdido el conocimiento. Nunca había visto a mi mamá llorar tanto, y rezar como en trance, sin pensar en otra cosa, sin preparar la cena ni fijarse si había leña, ni poner la tranca en la puerta, nada. Hubo que esperar hasta casi las diez para que lo dijeran: a las veinte y veinticinco se había muerto, la jefa espiritual de la Nación, dijo el locutor. Creo que tuvo que pasar un año entero para que mi madre pudiera escuchar el nombre de la señora sin ponerse a llorar, pero nunca, nunca, volvió a ser la de antes.
VIII
Su voz se pone más grave y pausada. Lo que viene ahora, me lo ha contado varias veces, pero no puedo interrumpirla. Mientras lo cuenta parece revivirlo. Y aunque está cansada, necesita contármelo para poder irse a dormir. Después de que escuchamos que la señora había pasado a la inmortalidad, me dice, mi vieja empezó a llorar con desesperación, yo no sabía qué hacer, porque estábamos solas. Y mi mami gritaba y se agarraba la cabeza, como si se nos hubiera quemado la casa, o lo hubieran traído a mi padre atravesado por un rayo. Esa noche dormimos juntas, eso no era raro, porque como la mayor parte del tiempo mi padre estaba en el campo y yo era la más chica, muchas veces me iba a su cama y así no teníamos tanto frío. Fue una noche larguísima, mi madre lloraba dormida. Cuando me desperté a la mañana, la encontré igual que la noche anterior, sentada, escuchando radio y mirando la foto de la señora, con una vela siempre encendida. Lo que pasó después ya lo sabés, el velorio interminable, y nosotros, gastándonos lo que no teníamos para llegar hasta la capital. Esa fue la segunda vez que la vi. Y de nuevo, fui con mi madre y mi hermano. Manuel no quería ir, tenía miedo, pero lo disimulaba porque estaba en esa edad y en una época en que si un hombre demostraba debilidad o sentimiento, era visto como un marica. Intentó convencer a mi vieja: que mire el tiempo mamá, está diluviando, quién nos va a cuidar la casa y los animales, y con qué nos cubrimos, ¿y si se enferma la nena?, ¿y si el papi llega y no nos encuentra? ¿y los demás? ¿hasta cuándo van a estar en lo de doña Celia? No hubo forma. Mi madre tenía ancestros vascos. He dicho que vamos, y no se habla más, si a usted le parece que es lo suficientemente hombre para acompañarnos, venga, si no, quédese cuidando a las gallinas. La vieja le había tocado el orgullo. Manuel estuvo listo en un minuto, y con dos billetes, que quién sabe pobrecito cuánto hacía venía ahorrando, dispuesto a donarlos para el viaje. Se agradece hijo. Y salimos para la estación. ¿Vos te creés que éramos los únicos que queríamos llegar? Aquello era una procesión. Pero por un lado era mejor, entre todos nos ayudábamos, compartíamos lo poco que habíamos llevado de comer, alguna manta. Mi madre, mi hermano y yo, una vez que llegamos, hicimos un día entero de cola bajo la lluvia para verla. Prefiero recordarla en el camión, cuando me dio la muñeca. La del cajón no era la señora, por más embalsamada que estuviera, qué idea macabra, Dios me perdone. No, la cara era la misma, pero estaba como... ¿Cómo puedo decirte? Más oscura, muy maquillada, como si la hubieran metido en cera hirviendo. Si me hubieran dado a elegir, hubiera preferido no verla, me dice. Y también me dice, que tal vez sea por eso que el recuerdo que mejor guarda es el otro, el del camión, cuando la vio cerquita, y le tocó apenas la mano, tibia y suave, y sintió eso, como si pasara junto a ella una mariposa.
Patricia Saccomano
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