Y sí, no podía negarlo.
Nosotras somos las mujeres, así nombradas, como una sola cosa, una masa compacta de mujeres solas que nos movemos en grupo, para salir, para no estar tan solas, para animarnos a ir a bailar, que fue lo que hicimos las tres, este sábado a la noche. Para sacarnos la mufa, escuchar música, bailar, y si daba, conocer a alguien. Porque no nos engañemos, también vamos para eso.
Alberto se llama el fulano. Y yo no puedo creer que después de estar un rato “planchando” como las peores, aparezca Alberto (que todavía no sé que se llama así, por supuesto). Buen aspecto: saco, camisa, limpito, a decir de mi amiga Paula, que suele estar pendiente de la higiene y el perfume de los caballeros; y algo que me gustó: canoso y de anteojos, no es un niño y tal vez leyó mucho.
Sí, nos movemos en grupo. Le digo, lo más inocente que puedo.
Yo vengo solo, a veces, para divertirme un rato. Me gusta este lugar.
El lugar no es nada del otro mundo y la gente que viene, bueno, hay de todo. Pero es tranqui, quiero decir, no aparece ningún vejete a agarrarte del brazo como si fueras una oferta en una feria americana. Acá más bien todo lo contrario, los tipos dan mil vueltas antes de sacar a una mujer a bailar. La miran, la miden, se pavonean un tanto histéricamente a decir verdad.
Yo en lo personal, me espeta Alberto, no salgo a bailar si la chica no me gusta.
Primer piropo, para entonar, para ir calentando el ambiente. Que recibo, agradecida, porque además vino acompañado de la palabra “chica”, y eso a los cuarenta y uno, no es poco elogio. Piropo doble y pelito para la vieja, que me sacó a bailar a mí el único ejemplar más o menos respetable de este zoológico. Y bueh, a veces tengo suerte.
¿Tengo suerte?
Qué hará este tipo me pregunto mientras lo veo moverse sin pegar una, a decir verdad, baila para el diablo.
Hago lo que puedo, me dice refiriéndose a sus dotes de bailarín. Yo también, no te preocupes, encima los zapatos me están matando.
Agarrate de mí si te resbalás, primer intento de contacto piel a piel, y me toma de las manos, un tanto tenso para mi gusto.
Me lleva y me atrae hacia él, a propósito, en cada sacudón se me acerca más.
¿Tenés ojos verdes vos?
A pesar de los anteojos se ve que Albertito no anda bien de la vista pobre.
No, marrones oscuros, casi negros, desde chiquita.
Parecen verdes con estas luces.
Y se acerca para mirarme mejor.
De reojo veo que a Paula la sacaron a bailar y se ríe como loca con su compañero. Por su parte, Zulema se mueve entusiasmada con un tipo raro, de traje, que la sacó hace un rato. Menos mal, me da culpa bailar si mis amigas planchan.
Alberto, pendiente de mis ojos verdes para él, capta mis miradas.
No te preocupes, tus amigas están entretenidas. ¿Por qué no me mirás a mí? ¿Tan feo te parezco?
Casi le digo que no, para nada, si cuando entraste pensé ojalá me saque a bailar éste, pero no dije nada y sonreí, lo más enigmáticamente que pude. Que no habrá sido mucho teniendo en cuenta el dolor de pies y lo resbaladizo del terreno, en varios sentidos.
El partenaire de Zulema también se acercaba peligrosamente, la tomaba de las manos y cuando podía le revolvía el pelo en una especie de caricia un tanto inquietante. Por su lado Paula seguía despanzurrada de risa y yo me preguntaba qué tan gracioso era el sujeto que también la agarraba de las manos y se acercaba lo más que podía para decirle cosas al oído.
Alberto no deja de mirarme, seductor, por detrás de sus anteojos de metal.
De pronto me pregunta si tengo hijos.
¡Ay Dios! El cuestionario de rigor, dentro de un ratito pregunta a qué me dedico y cuando le diga que soy psicóloga huye despavorido.
Sí, dos nenas.
Ah, yo dos varones, ¿de qué edades?
Y sigue el cuestionario.
Inevitablemente llega la pregunta de rigor, pero ahora estamos afuera, congelándonos, él más que yo porque caballerosamente me ha puesto su saco sobre mis hombros.
Cuando no tengo opción y confieso que soy psicóloga, parece sorprenderse (por fortuna parece que no se me nota, no es el primero que reacciona así) y pregunta: ¿Licenciada en Psicología? Sí. ¿Egresada de la UBA? Sí. ¡Qué bárbaro! Yo empecé y tuve que dejar. Me encantaría retomar. Qué bueno, me encanta.
Respiro aliviada. ¿O estará fingiendo?
¿Te dedicás a eso? ¿Atendés en consultorio? Sí, y en una institución.
¿Y qué más?
¿Qué más?
Sí, hacés algo más, tenés pinta de hacer algo más.
Parece que Albertito no ve tan mal.
También escribo, digo en un susurro.
Más cara de sorpresa.
Yo también.
A la miércoles, qué ojo tuve, pienso y trato de que no se me note nada.
¿Así que también escribe?
¿Y qué escribe?
Cuestiones filosóficas, ensayos, que tienen que ver con la vida de hoy.
Mmmmm, cómo hago para que no se me note el prejuicio, éste es un boludo alegre que escribe taradeces que tiene por grandes verdades.
Qué interesante.
Qué otra cosa puedo decir.
¿Y leés?
Sí, me encanta.
Silencio.
Sospechoso silencio.
Aunque en el medio de su explicación sobre su escritura barajó algunos nombres: Borges, Gelman, Baudelaire...¿los habrá leído o cita de oídas?
Y quiere entrar, claro, se debe estar congelando el pobre en camisita blanca.
Además: ¡llegaron los lentos!
A la marosca. Cuánto hace que no bailo un lento con un soberano desconocido, que me apretuja todo lo que puede y se agarra de mi cintura, parte detestable de mi cuerpo si las hay...
¡Ay Dios! Cuando el palpe la adiposidad fijada ahí, me larga.
Pero no, parece que no le desagrada. Es más, parece estar muy a gusto entre mis redondeces.
A veces tengo suerte.
¿Tengo suerte?
La conversación de pronto se interrumpe y puedo sentirlo muy cerca, tratando de buscar mi boca para estamparme un beso.
Un beso de un desconocido, acá, en medio de un montón de gente y con mis amigas pispeando. No, querido, te equivocaste.
Sola sí, desesperada no.
Saco un tema, y otro, a ver si lo distraigo.
Y decime, ¿tus hijos viven con la mamá?
El más chico sí, el más grande se vino conmigo. La pasamos bárbaro juntos, somos dos adolescentes.
Sonamos.
¡No quiero un adolescente!
Antes habíamos pasado por las preguntas de rigor: ¿qué edad tenés?
¿Cuántos me das?
Ah no, desde que a una amiga le dieron cinco más de los que tiene ante esa pregunta, yo no hago esa clase de preguntas, ni las respondo.
Y miente el salame, pero lo descubro, aunque no sé si tiene cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco o más. Qué importa, yo digo la verdad.
Él dice que pensó que tenía treinta y tres, y le digo, tratando de no ser odiosa, que no hay que mentir tanto porque se nota.
No flaca, si tenés una piel, ni una arruga.
Acordate que acá no se ve nada, pienso, no le digo.
Tengo suerte, la heredé de mi mamá.
Y resulta que él no tiene madre, acaba de morir, hace poco en junio, y cuando dice el día, resulta que justo es el día de mi cumpleaños, qué asociación nefasta pienso, así que permanezco en silencio.
Pero me alegro, si llego a algo con este muchacho, ¡no tendré suegra!
Por suerte pasa el tiempo y aunque bailamos lento consigo que no me dé un beso. Él insiste tanto que me veo obligada a ser muy sincera. Mirá, no quiero que me des un beso. Y pienso inmediatamente que soy una bestia. Que así no voy a conseguir un tipo en mi perra vida. Se queda bastante pasmado, se ríe, se preocupa por él. ¿Tan feo te parezco? No es eso, le digo. La verdad, no tengo ganas de besar a un desconocido esta noche, si querés, nos despedimos amistosamente y buscás a otra chica que quiera ser besada, ¿te parece? Y vuelvo a pensar que efectivamente, soy una bestia.
Es difícil explicar a los hombres estas cosas.
¿No te gustaría pasar la noche conmigo?
Entonces pienso que este señor es un tanto duro de entendedera. Si no quiero que me beses, menos voy a querer pasar la noche con vos, ¿no te parece?
Y el diálogo se pone gracioso, un poco absurdo, pero gracioso.
¿Por qué?
Pregunta de veras sorprendido, como si acabara de rechazar a Robert Redford en Propuesta indecente.
Pienso a esta altura que no tengo ganas ni motivos para dar tantas explicaciones a un soberano desconocido. Pero se las doy, porque no tengo ganas de ofenderlo, ni de cagarle la noche. Aunque creo que para eso, ya es tarde.
Yo no quiero buscar a otra, te quiero a vos. De repente, enamorado.
Por fortuna puedo reprimir la carcajada.
Trato de ser amable, no demasiado para no confundirlo, y le explico, que no tiene que ver con él, sino conmigo. Que vine a bailar, a sacarme la mufa, a divertirme un rato, que no vine ni a besar ni a buscar con quien pasar la noche. No le explico, pero en verdad, me cuesta un rato decidir pasar la noche con alguirn. Tengo mis tiempos, ¡qué tanto! ¿Y por qué tendría que darle tantas explicaciones además? Me estoy cansando de sentir tan cerca la respiración de Alberto, que parece empecinado en hacerme cambiar de opinión. Aunque es un hombre educado, y al final, desiste. Dice que soy hermosa, que me vio ni bien entró, que qué lástima, que si me puede llamar, que si nos conocemos, tal vez.
Le digo, sin estar muy convencida, que sí, que claro, que cómo no y le doy mi celular. Al que por supuesto, sé que no llamará. Y acierto.
Tal vez, cuando estamos solas nos movemos en masa, juntas, para sobrellevar mejor la soledad, para protegernos, y acompañarnos.
Pero nada de esto le digo a Alberto. De pronto nos despedimos, trato de ser simpática, no tengo por qué enojarme, aunque él parece que sí, porque me mira receloso. Bueno, que te garúe finito, pienso. Y me voy con mis amigas.
Cada una cuenta su encuentro. Tomando café, pasadas de sueño y cigarrillos en un Mc Donnalds que encontramos abierto.
Pienso que no quiero esto para mí. Que sí, que quiero encontrar a un hombre, pero no uno que me quiera besar sin conocerme y mucho menos dormir conmigo. Quisiera alguien que tenga ganas primero, al menos, de saber quién soy. Pero no les digo nada de esto a mis amigas.
Patricia Saccomano
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