lunes, 13 de julio de 2015

Lolita

Hace una semana murió Lolita.
Una vez más sé que todo puede cambiar de un momento a otro.
Que las cosas importantes que forman parte de nuestra vida desparecen, que todo termina.
Lo sabía pero me olvidé. Y cuando vuelvo a saberlo tengo miedo.
No hay consuelo al principio cuando la muerte llega.
Es una oscuridad, es un desastre, un agujero que nos traga, una tristeza grande que no da lugar a nada más.
Es un alivio también porque se termina algo que resultaba insoportable, la sola idea de que un ser tan inocente y hermoso pudiera sufrir.
Saber que ya no es más, que ya no más saludos, ni saltos, ni ladridos, ni correr, ni esplendor en la hierba (así decíamos cuando se revolcaba por el pasto), ni nada, nada de nada.

Saberlo a cada rato, bajar la escalera y que la cabeza gire hacia el sillón, en un movimiento involuntario que es casi un reflejo, algo que debo de haber hecho durante los últimos diez años de mi vida. El sillón adonde ella dormía.
Y mirarla, escuchar el ruido de la cola perezoza golpear contra el sillón, la incipiente alegría de la mañana, el desperezarse y pedir con los ojos una caricia, la primera del día.
Soñar  con todos los ruiditos de patas en el cerámico, de sacudidas cuando la bañaba, de gruñiditos de pasión, de alegría, de saludo, de amor, de impaciencia. Ruiditos de Loli, que ya no más.
Cuánta alegría, cuánta compañía, cuántos recuerdos, cuánta felicidad, cuánta vida juntas las cuatro, juntas, cuando recién solas, cuando tristes, cuando contentas, cuando fuertes, cuando no tan fuertes.
Trato de dibujar con palabras, de tejer con palabras, de hacer algo con las palabras, algo para que no esté todo tan vacío, para no sentirme tan sola, para no extrañarte tanto, para no olvidarte, para que quede escrito.
Para que no te vayas todavía, tan rápido, pero si ya te fuiste, si estos casi once años fueron tan pocos, tan cortos.

Patricia Saccomano
Marzo de 2011

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