viernes, 17 de julio de 2015

Los pájaros no se cayeron

Hace un frío que se caen los pájaros.
Eso lo escuché una vez y me pareció tan exacto, que ahora lo digo cada vez que no encuentro otra manera de describir este frío atroz que se me cuela en los huesos.
Estoy sola en mi casa y aunque tengo muchas cosas que hacer, no atino a hacer nada. Tomo mate, té, café, sopa, cualquier cosa que esté humeante y que me devuelva un poco de calor.
El frío es tema de noticiero, de vecinos, de familiares, hemos sacado gorros, guantes, echarpes, bufandas, sobretodos.
Tengo que ir a devolver una película y a comprar algo que comer. Así que me emponcho bien, y salgo. Del cielo cae agua, pero no está lloviendo. Las gotas tienen consistencia y se quedan un ratito en mi campera negra, antes de derretirse y chorrear por la tela. Es agua nieve, que resbala por mi gorro, mi bufanda, mis botas.
Tomo sopa y no dejo de mirar hacia el jardín. Una vez más disfruto de mirar mi jardín, el cerco verde, unos árboles altísimos de varios vecinos, y el cielo que está más blanco que nunca. Y un rato después, sí, empieza a caer la nieve. Pero yo no lo creo porque nunca vi caer nieve en mi vida, y me digo que soy yo, que estoy sugestionada, que estoy enloqueciendo de frío en mi soledad helada. Enciendo el televisor y está nevando en Buenos Aires, y está nevando en Vicente López porque allí vive mi hermana y me lo cuenta a los gritos por el teléfono, y está nevando aquí porque mi hija mayor me envía un mensaje de letras exaltadas: ¡Má! ¡Está nevando!
Sí, está nevando en Adrogué, y yo estoy en Adrogué, y tengo una alegría que salto como una idiota, sola y la perra me mira absorta.
Entonces me ubico en la puerta de vidrio que da al jardín y miro y miro, hasta que me digo ¿qué hago?, abro la puerta y salgo, y toco la nieve que cae como en plumitas desde el cielo, y me río como una loca, una de esas enfermas mentales que se ríen solas y me dan pena, y sólo ahora me doy cuenta lo felices que son en su risa, y que los idiotas somos nosotros que no nos damos cuenta.
Me acuerdo de mi amiga que está de guardia y le escribo un mensajito y responde: Estoy viendo nevar, ¡es hermoso! Y me entra una alegría tan pura, tan genuina que me sigo riendo como la nena que no soy.
Nieva toda la tarde, y de golpe me vienen a la cabeza personajes de cuando era chica, las mujercitas, la niña anticuada, las hermanas Brontë, Jane Austen, y por un rato me creo que estoy en Inglaterra o en Escocia, porque Adrogué, que siempre tuvo pretensiones de pueblito europeo, en este momento lo está logrando. Y salgo al jardín de atrás para ver mi casa de madera solapada cubierta de nieve, y salgo al de adelante para ver la pizarra gris del techo blanca de nieve y el jardín y el cerco y la calle. Y después voy a dar una vuelta en auto y la plaza, y todos los jardines, las cercas, los faroles, todo, todo, todo, está cubierto de nieve que cae y se rompe en el parabrisas que empieza a acumular blancura en los bordes, y quiero gritar de felicidad.
La alegría se mezcla con intrusiones poco oportunas, y es que mi padre no lo está viendo, y es que comprendo que Borges ya lo sabía, porque el incesante y vasto universo ya se apartó hace tiempo de mi padre, y este cambio ni siquiera es el primero de una serie infinita.
Y pienso en la nieve que perdí, la nieve que no vi, en la que no me revolqué, en nombre de no sé que absurda comprensión hacia la situación económica de mis padres cuando mi viaje de egresados, al que no fui.
Y la nieve se me mete adentro, y otra vez el frío, pero esta nieve sí, carajo, esta la tengo acá, en mi jardín, que hasta cuándo será mío, en mi pueblo, que nunca fue mío, yo una intrusa, una inmigrante de La Capital, en mi casa de madera solapada, en mis árboles prestados de los vecinos, sólo míos para mis ojos, en mi plaza, en mi calle de plátanos añosos y de enormes de raíces que levantan las veredas. En los pájaros que no se caen, vuelan alborotados, también contentos, en grandes grupos que dibujan triángulos en el cielo blanco de nieve.
Nevó en Buenos Aires, nevó en Adrogué, nevó en mi vida, y los pájaros no se cayeron.
Patricia Saccomano

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