Lo primero que me llamó la atención no fue que estuviera muerto, de hecho lo estaba, sino lo hermoso que era. Una belleza majestuosa y digna, que la muerte no había podido robarle.
Subí la escalerita irregular y sinuosa para cruzar la vía y me quedé unos momentos ahí parada. Mirándolo. Tumbado, lánguido, muerto para siempre en medio de la vía. No venía ningún tren, pero no me acerqué. No tuve el valor. No había mal olor, de lo cual deduje que no llevaba mucho tiempo muerto. Tampoco tenía heridas, aunque no podía verle bien la cabeza, pero en las partes del cuerpo visibles para mí, estaba intacto. Casi como si se hubiera cansado de caminar y se hubiera echado a hacer una siesta allí. Inocente, como los niños cuando se quedan dormidos en la alfombra o el sillón del living.
De dónde vendría, por qué se le habría dado por pasar por ahí justo al mismo tiempo que el tren, ¿no había nadie carajo, que se tomara el trabajo de levantarlo? Tan insensibles nos volvimos todos. Yo sola no podría, no me darían las fuerzas, y además, me daba muchísima impresión.
¿Por qué la muerte tenía que dejar cadáveres? ¿No podía ser que simplemente los muertos desaparezcan? Sería maravilloso, cuando se termina la vida, ¡puff!, no hay más nada. Simplemente, se desaparece. Sin cajón, sin cementerio, sin olor a flores podridas. Más limpio, más barato, menos hipócrita. Pero no, ahí está el cuerpo, como una provocación. Como una denuncia, mostrando lo que todos preferiríamos no ver.
La tercera vez que pasé ya me había olvidado del asunto, pero cuando subí la escalerita, miré de nuevo y de nuevo, ahí estaba. Igual que hacía dos días, intacto, incorruptible, como de cera. Sin moscas revoloteando, sin olor, sin la más mínima muestra de degradación. Sólo tumbado y quieto, con esa quietud como de estatua. Una quietud que empezó a ponerme inquieta.
Y otra vez los pensamientos que se me iban para cualquier parte. La cajita infame en donde pusieron unas pocas cenizas de mi padre que tiramos en el Parque Centenario con mis hermanos, las pecas desteñidas en la cara de Marcela, las manos de mi abuelo, lo único en él que permanecía igual que antes, las vendas en la mandíbula en la cara de la madre de Beatriz, para que no se le abriera la boca me habían dicho. Y así, tantos. Desde el primer muerto de mi vida, o el primero del que tuve noticias, que no había visto, porque para preservarme no me habían llevado al velorio, habiendo tenido yo sola que imaginármelo, hasta éste, tirado en la vía, ya hacía más de dos días.
La cuarta vez no fue en el camino de vuelta, porque una compra de último momento, me llevó a volver por el lado de la estación, y ni siquiera me acordé.
La quinta fue con mi hija y una amiguita suya, volviendo de la casa de otra compañera. Lo recordé un segundo antes de subir la escalerita, así que me ubiqué en el extremo para intentar ocultar con mi cuerpo el cadáver. Pero no lo logré, enseguida mi hija dijo y ¿eso qué es? ¿Está muerto? A los gritos, con su voz de cantante negra de jazz, mi hija comenzó con las preguntas. La amiga, impertérrita como buena japonesa que es apenas me miró, interrogante. Dije que sí, que estaba muerto, que llevaba ahí varios días, que ya lo iban a levantar. Y seguimos caminando, rápido, hasta mi casa.
Patricia Saccomano
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