Mi
abuelo era zapatero y mi papá también, aunque no fue su único
oficio. Mi
abuelo
llegó a tener su propia fábrica. Había comenzado de chico,
aprendió el
oficio
cuando mi bisabuela enviudó muy joven y al quedarse sola con cuatro
hijos
varones tuvo que tomar decisiones. A mi abuelo le tocó trabajar. Lo
mandaron
al taller de un zapatero que no lo trataba bien, pero le dejó en
herencia
su saber de zapatero. Después, cuando era ya un señor demasiado
grande
para ir a la escuela según mi mirada infantil, terminó la primaria
(mi
abuelo,
no el dueño del taller).
Cuando
yo era chica, en la escuela nos preguntaban de qué trabajaba nuestro
padre.
A mí me daba vergüenza decir “zapatero” y entonces decía: mi
papá
es
comerciante, tiene una fábrica de calzado. La palabra “calzado”
le daba
más
dignidad a la cuestión, eso me parecía a mí en ese entonces.
Me
lo había enseñado mi mamá y yo lo aprendí bien.
Ojalá
tuviéramos la fábrica todavía.
Todo
el universo de los zapatos y los zapateros siempre me fascinó, de
hecho,
los
zapatos me encantan, será por eso que el cuento de Arreola también
me
gusta.
Por eso y porque habla de asuntos a los que ahora no se les da
importancia,
como tomarse las cosas en serio y pensar que se pueden hacer
bien
o mal. Que todo no da lo mismo y que cualquiera con un poco de
sentido
común
puede advertirlo.
No
me da lo mismo entrar en un negocio y que la persona que va a
atenderme
me
masculle un sonido incomprensible y con mala cara mientras mira el
celular
o la computadora, a que me saluden y me pregunten qué necesito o en
qué
me pueden ayudar. Estas son las situaciones en las que empiezo a
entender
eso de sentirse de otra época, por no decir un poco vieja.
En
el cuento hay un reclamo y la posibilidad de una segunda vuelta, de
retractarse.
Tal vez eso también me guste, eso de tener otra chance.
Es
cierto que cuando nos devuelven los zapatos que mandamos a arreglar
ya
no
son los mismos de antes y que a veces debemos ablandarlos otra vez,
no
digo
como si fueran nuevos, pero casi. ¿Nunca les pasó dejar los zapatos
en lo
del
zapatero, que los tira junto otro montón de zapatos de otra gente,
todos
con
sus formas, las huellas de juanetes, de pisadas, del peso de los
dueños, y
sentir
que los abandonan con quién sabe qué extraños?
Me
parte el alma a veces abandonarlos así, a la buena de dios, con sus
tapitas
gastadas
y los taquitos chuecos, comidos por mi manera de andar por la vida.
Y
tiene razón el personaje, no puede ser que de nuestros cómodos
zapatos
hagan
un par deforme, duro y reseco. Donde el pie entra como un huésped
que
no será bien recibido.
Y
si esos zapatos fueron cómodos y nos hicieron más amables nuestros
pasos,
es
lógico que queramos prolongarles la vida. Hacerles una especie de
maquillaje,
de chapa y pintura, de terapia intensiva si es necesario, y dejarlos
de
nuevo listos para acompañarnos en nuevos recorridos.
Y
hay algo que uno percibe, aunque no sea un experto, y se trate de la
materia
que se trate. Cuando las cosas se hacen con amor o sin él. En todos
los
órdenes de la vida.
Arreola
entendía bien lo que escribía. Tal vez porque antes de ser escritor
tuvo
muchos y muy disímiles trabajos. Tal vez porque alguna vez debe
haber
sido
pobre, y tuvo que trabajar de lo que fuera para ganar dinero. Tal vez
porque
como él bien lo dijo:
“Soy
autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el
Grande leí
a
Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi
estilo:
Papini
y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más o
menos
ilustres”.
Patricia
Saccomano
:) con nostalgia
ResponderEliminarComentario con grabado! un lujo!
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