jueves, 24 de septiembre de 2015

ZAPATOS Y ZAPATEROS


Mi abuelo era zapatero y mi papá también, aunque no fue su único oficio. Mi

abuelo llegó a tener su propia fábrica. Había comenzado de chico, aprendió el

oficio cuando mi bisabuela enviudó muy joven y al quedarse sola con cuatro

hijos varones tuvo que tomar decisiones. A mi abuelo le tocó trabajar. Lo

mandaron al taller de un zapatero que no lo trataba bien, pero le dejó en

herencia su saber de zapatero. Después, cuando era ya un señor demasiado

grande para ir a la escuela según mi mirada infantil, terminó la primaria (mi

abuelo, no el dueño del taller).

Cuando yo era chica, en la escuela nos preguntaban de qué trabajaba nuestro

padre. A mí me daba vergüenza decir “zapatero” y entonces decía: mi papá

es comerciante, tiene una fábrica de calzado. La palabra “calzado” le daba

más dignidad a la cuestión, eso me parecía a mí en ese entonces.

Me lo había enseñado mi mamá y yo lo aprendí bien.

Ojalá tuviéramos la fábrica todavía.

Todo el universo de los zapatos y los zapateros siempre me fascinó, de hecho,

los zapatos me encantan, será por eso que el cuento de Arreola también me

gusta. Por eso y porque habla de asuntos a los que ahora no se les da

importancia, como tomarse las cosas en serio y pensar que se pueden hacer

bien o mal. Que todo no da lo mismo y que cualquiera con un poco de sentido

común puede advertirlo.

No me da lo mismo entrar en un negocio y que la persona que va a atenderme

me masculle un sonido incomprensible y con mala cara mientras mira el

celular o la computadora, a que me saluden y me pregunten qué necesito o en

qué me pueden ayudar. Estas son las situaciones en las que empiezo a

entender eso de sentirse de otra época, por no decir un poco vieja.

En el cuento hay un reclamo y la posibilidad de una segunda vuelta, de

retractarse. Tal vez eso también me guste, eso de tener otra chance.

Es cierto que cuando nos devuelven los zapatos que mandamos a arreglar ya

no son los mismos de antes y que a veces debemos ablandarlos otra vez, no

digo como si fueran nuevos, pero casi. ¿Nunca les pasó dejar los zapatos en lo

del zapatero, que los tira junto otro montón de zapatos de otra gente, todos

con sus formas, las huellas de juanetes, de pisadas, del peso de los dueños, y

sentir que los abandonan con quién sabe qué extraños?

Me parte el alma a veces abandonarlos así, a la buena de dios, con sus tapitas

gastadas y los taquitos chuecos, comidos por mi manera de andar por la vida.

Y tiene razón el personaje, no puede ser que de nuestros cómodos zapatos

hagan un par deforme, duro y reseco. Donde el pie entra como un huésped

que no será bien recibido.

Y si esos zapatos fueron cómodos y nos hicieron más amables nuestros pasos,

es lógico que queramos prolongarles la vida. Hacerles una especie de

maquillaje, de chapa y pintura, de terapia intensiva si es necesario, y dejarlos

de nuevo listos para acompañarnos en nuevos recorridos.

Y hay algo que uno percibe, aunque no sea un experto, y se trate de la

materia que se trate. Cuando las cosas se hacen con amor o sin él. En todos

los órdenes de la vida.

Arreola entendía bien lo que escribía. Tal vez porque antes de ser escritor

tuvo muchos y muy disímiles trabajos. Tal vez porque alguna vez debe haber

sido pobre, y tuvo que trabajar de lo que fuera para ganar dinero. Tal vez

porque como él bien lo dijo:

Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí

a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo:

Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más o

menos ilustres”.
                                                                                      Patricia Saccomano

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