Hay
cosas que me dan envidia, entre otras, la gente que
con total
naturalidad, suerte, sincronización de planetas, no
sé cómo, hace
fácilmente todo tipo de trámites.
No
es mi caso. Y antes era peor. Una atmósfera como de
cielo
tormentoso me envuelve cuando tengo que sí o sí
hacer un trámite.
Ordeno y guardo papeles en cajas, en
folios, en bolsitas, en sobres
papel madera con etiquetas
orientadoras, pero pierdo, traspapelo,
olvido y jamás
encuentro lo que necesito en el momento en que lo
necesito.
Pienso que padezco una discapacidad para tal tarea. Que hay una zona de mi cerebro donde existe un desierto en donde debería haber las herramientas para realizar los trámites. Hasta la más simple compra en el supermercado se me complica, no es raro que me ubique en la cola donde una persona fastidiosa y con todo el tiempo del mundo reclama –propaganda en mano- una promoción publicitada para el día de la fecha (dos por uno o el segundo a mitad de precio), que se lo cobraron mal, hay que pasarle de nuevo todos los productos, o volver a empezar. O, cuando llega mi turno, se acaba el rollo de la impresora, la cajera es nueva y no sabe colocarlo, entonces debe llamar a una compañera que le grita desde la otra punta las instrucciones con pachorra de salteña recién levantada de la siesta. O, el señor que está justo delante de mí se olvidó la levadura y la va a buscar y tarda 15 minutos en encontrarla. O, mucho peor, como me pasó una vez, que me facturaron todo dos veces y como había pagado con tarjeta de crédito tuve que llamar a la compañía de la tarjeta, pagar todo doble, esperar no sé cuánto tiempo para que lo anularan y me lo devolvieran en un futuro resumen, cuya inflación se había comido parte de mi reintegro. Una compra grande era porque nos íbamos de vacaciones y yo quería ir equipada.
Pienso que padezco una discapacidad para tal tarea. Que hay una zona de mi cerebro donde existe un desierto en donde debería haber las herramientas para realizar los trámites. Hasta la más simple compra en el supermercado se me complica, no es raro que me ubique en la cola donde una persona fastidiosa y con todo el tiempo del mundo reclama –propaganda en mano- una promoción publicitada para el día de la fecha (dos por uno o el segundo a mitad de precio), que se lo cobraron mal, hay que pasarle de nuevo todos los productos, o volver a empezar. O, cuando llega mi turno, se acaba el rollo de la impresora, la cajera es nueva y no sabe colocarlo, entonces debe llamar a una compañera que le grita desde la otra punta las instrucciones con pachorra de salteña recién levantada de la siesta. O, el señor que está justo delante de mí se olvidó la levadura y la va a buscar y tarda 15 minutos en encontrarla. O, mucho peor, como me pasó una vez, que me facturaron todo dos veces y como había pagado con tarjeta de crédito tuve que llamar a la compañía de la tarjeta, pagar todo doble, esperar no sé cuánto tiempo para que lo anularan y me lo devolvieran en un futuro resumen, cuya inflación se había comido parte de mi reintegro. Una compra grande era porque nos íbamos de vacaciones y yo quería ir equipada.
Suelo
tener las mayores desgracias en materia de trámites. Y yo creo,
mejor dicho, estoy segura de que es un
problema genético, heredado
de mi madre.
Cuando
éramos chicas, mi hermana y yo íbamos a inglés
particular, para
conseguir un trabajo mejor pago
supuestamente. Ni mi hermana ni yo
somos gerente de
coca cola, pero bueno, ella usa el inglés más que
yo. Lo mío
se reduce a entender a Robert De Niro a pesar del
doblaje
incierto. Para eso, debíamos pagar la famosa matrícula,
que
costaba mucho dinero, dinero que mi madre ahorraba peso
sobre
peso, por lo cual, guardaba con celo los recibos
correspondientes,
sin los cuales, adivinaron, no se podía
dar el examen. Unos días
antes del examen, a mí ya me
daba como un aura fatídico, que no
tenía que ver con los
nervios del examen sino con la certeza de que
mi madre no
encontraría los certificados, con que más vale que no
le
dijéramos nada a mi padre (durante mi infancia el padre
era
algo así como el lobo de caperucita roja, vas a ver
cuando venga tu
padre!), y todo se me tornaba peor que
siempre, que ya era
bastante.
A
ultimísimo momento, es cierto, mi madre era iluminada
por el hada
azul, la de los dientes, la de Cenicienta, o quién
sabe qué hada,
y como una revelación decía, ya casi con
las últimas fuerzas que
le dejaban el agotamiento: están
adentro del bolsillo del gamulán,
en el placard, con la ropa de invierno.
Y
efectivamente, ahí habían estado siempre. Claro que
cuando
mirábamos a nuestro alrededor, mi casa parecía
Siria en estos
momentos (febrero de 2016), las imágenes
que no muestran tanto.
Pero
dejando a mi madre a un lado: no sé cómo puedo ser tan inútil, y
más que al trámite en sí, me odio a mí misma,
para con 48 años
además de ser tan inservible para esto,
que me afecte de este modo.
Que me angustie saber que
tengo que hacerlo, que no pueda tomármelo
como algo
más de esta perra vida que tantas trabas tiene para todo.
Después de todo, no estoy tramitando un medicamento oncológico, ni
una silla de ruedas siquiera. Y vuelvo a
odiarme, por estúpida.
Fui
a la Universidad, me digo, hice el ciclo básico en 1985
(primer año
de implementación, era un desastre de
desorganización), escribí
libros, tengo tres hijas, la última
la tuve a los 44 años!, dos
cesáreas, un divorcio (me
acuerdo lo que fue ese trámite!), fui
Directora de Niñez de
un Municipio, me enfrenté a jueces y
asesores, NO PUEDE SER QUE SUFRA DE ESTA MANERA.
Sí,
sí, lo juro, sufro, sufro terriblemente. Llego al lugar, me
hacen
una pregunta que temo no saber, que ni siquiera sé
que no sé y
sufro.
Una vez que termino al fin el trámite, creo que voy a
respirar de nuevo, que la felicidad me espera, y pienso que no voy a
olvidar que no era para tanto, que al fin lo hice,
que la próxima
vez recordaré tal y tal artimaña que me
ayudó esta vez para
cumplimentar la cuestión. Pero no es
cierto, ni me espera la
felicidad, ni me acuerdo de nada (ni
siquiera me acuerdo dónde
guardo las cosas), ni me
tranquilizo la vez siguiente que un trámite
me espera.
Ni
quiero pensar lo que será cuando deba jubilarme, y eso
que voy
guardando los papeles de la caja a la que aporto,
los recibos de
sueldo que he tenido, pienso que a esa altura
voy a estar más vieja
y más olvidadiza y más torpe y
además me van a doler más los
huesos para hacer cola
parada.
Compadezco
a mis hijas, quienes tendrán que ayudarme a
hacer trámites, quizá
los hagan por mí, y lleven a su
ancianita madre a firmar.
Ojalá
yo no esté tan chota como para no darme cuenta de
que soy una
molestia, y pueda recompensarlas de alguna
manera, no sé,
invitándolas a comer, viendo una película
vieja las tres y
riéndonos. Sí, sí, así nos imagino.
Con
pocos trámites por favor.
Patricia
Saccomano
Le entendés a Robert de Niro? Sabés más inglés que yo!!! ja, ja!!! Respecto de los trámites y el sufrimiento que te provocan, son los genes. Nada más
ResponderEliminarSí, si no me esfuerzo y me dejo llevar... le entiendo, algo quedó en el inconciente! jajajaa
ResponderEliminargracias"! besos
Hola Patricia, lei tu escrito.. muy claro!! Me gusto! tramites... benditos tramites!
ResponderEliminarMe cuesta pensar que a alguien le guste, sobre todo en una sociedad tan desordenada como esta..
Pero paradojalmente son parte de una necesidad y del orden..
me identifico con vos.. un lio, un enredo,un...a unos les resulta mas simple..otros como yo: todo se enreda..
Pero "siempre dese algun lugar todo se encausa".
Gracias Nora, sí, con los años uno aprende que es mejor enfrentarlos, hacerlos, buscar ese orden para evitar...no sé bien qué, pero por lo menos eso que si no, queda pendiente, y molesta, como una piedrita en el zapato.
ResponderEliminarGracias por tus palabras y por leer el blog!